EL NADADOR Y LA RAYA GIGANTE
Gonzalo Fernández de Oviedo
En el capítulo XXXII hice memoria de aquel nuevo tratado que
un caballero docto ha escrito, llamado Silva de varia lección, y en la verdad,
a mi gusto, es una de los que más contentamiento me han dado de las que he
visto en nuestra lengua castellana. Y entre las otras gentilezas y admirables
casos que han pasado, hace memoria del nadar de un hombre, de donde le parece
que tuvo origen la fábula de peje Nicolao; y trae a consecuencia algunas
historias de grandes nadadores, y en especial de un hombre llamado el pece
Colan, natural de la ciudad de Cathania en Sicilia, y de otros, como lo podréis
ver lector en el tratado que he dicho.
Y esto ha sido causa para acordarme de poner aquí un
depósito, en tanto que llegáremos al libro XIII de esta parte primera de la General
Historia de las Indias, porque allí en el capítulo XII lo entiendo
escribir más largo [1].
Supe, y fue así verdad, que a un hombre
de bien llamado Andrea de la Roca, vecino de la ciudad de Panamá, le acaeció un
caso que me hace pensar que en el ejercicio del nadar dejó á este hombre
experimentado y aprobado por el mayor nadador que hoy vive, ni ha habido
grandes tiempos ha. A mi parecer todo lo que aquel caballero Pedro Mexía
escribe en su Silva de varia lección de aquellos grandes nadadores que allí
pone, todo es poco en comparación de lo que ahora diré; porque de nadar un
hombre por su placer ó por necesidad, hay mucha diferencia a llevarlo atado y
arrastrando debajo del agua por la fuerza de un grandísimo animal marítimo, que
los tales son de tanta velocidad, que ningún ligero caballo o ciervo en la
tierra no es tan suelto ni ligero.
He visto yo muchas veces en ese grande
mar Océano ir una nao cargada de todas velas y con mar bonanza, y largo y recio
viento, y tal que en un día puede andar cien leguas y más, y andan los
tiburones, y los marraxos, y toñinas y los dorados y otros pescados a par de la
nao, y le dan muchas vueltas en torno, y andan tanto y mucho más que la nao,
cuanto un hombre muy ligero correrá más que un niño de tres años; y me parece
que es mucho más, sin comparación, lo que tales pescados corren más que las
naos, por muy veleras que sean.
Pues habido esto por máxima, oíd,
lector, un caso que en esta materia del nadar es muy extremado y para espantar;
y muchos son al presente que saben lo que ahora diré, y que ellos y yo
conocemos á este Andrea de la Roca: el cual, como hombre de la mar, tenía
cargo, como mayordomo, de andar mirando los indios de la pesquería de las
perlas en la isla de Terarequi, que es en la costa de la mar del Sur, a quince
leguas de Panamá.
Un día, por su placer, quiso ir á
pescar, como otras veces, por arponear algún buen pescado desde su canoa, y vio
una raya ó manta y le tiró el arpón con una buena asta, e hirió la manta: la
cual, incontinenti, con la mayor presteza que decirse puede, viéndose herida se
metió para el profundo del agua, y el cordel del arpón, saliendo tras el
pescado con el mismo ímpetu, desastradamente, se asió de tal forma a un pie del
Andrea, que le arrebató y llevó tras sí fuera de la canoa; y arrastrando le
llevó la raya más de una legua.
Y en aquella legua se puede decir que
nadó más de quince, porque muchas veces le metió la raya cincuenta y cien brazas
debajo del agua; é tuvo tanto esfuerzo y aliento y sentido, que, como era
mancebo recio é grandísimo nadador, se supo asir del cordel, para que el pié
pudiese, aflojando algo la cuerda, sacarle del lazo en que iba asido. Pero a lo
que en esto se pudo alcanzar, según el juicio de los más, fue que como el arpón
se trabó bien con los huesos de la raya, y la herida bastó para matarla, en
aquel espacio que corrió arrastrando al pescador, ella, desangrada, se debilitó
y aflojó después su curso, y él tuvo lugar de desasirse y dejar la cuerda.
Yo tengo por más cierto que su maña ni
su habilidad de él ni de otro no bastará para dejar de ahogarse, si no fuera
socorrido de la Madre de Dios, a la cual, según él mismo me dijo después, se [2]encomendó
tan devotamente como su necesidad lo requería. Y de donde sacó el pie del
cordel a la superficie del agua, subió más de treinta brazas, y se fue nadando
hacia donde vio su canoa más de una legua apartada de él con sus indios, los
cuales le recogieron desde a más de dos horas después que la raya le sacó de
ella. Esto pasó el año de mil e quinientos e diez y nueve donde es dicho.
Y porque podrá parecer dudoso a muchos
poder estar un hombre debajo del agua tanto tiempo y en especial con tanta
necesidad y trabajo, platicando yo con él en esto, me dijo que más de veinte
veces entró debajo del agua e salió encima. Pero a muchos es público en aquella
tierra, que todas las veces que este hombre quería estar una hora debajo del
agua, lo hacía; mas, cómo yo no he visto, aunque le he tratado y le conozco, no
quiero, en esto del tiempo de estar debajo del agua, persuadir al lector que lo
crea ni que lo dude. Mas creyendo, como es verdad, lo que está dicho, por ahí
se debe entender la habilidad que este hombre tenía en tal ejercicio.
La manta o raya me dijo que era tan
grande, como un repostero que estaba colgado en casa del gobernador Pedrarias
Dávila, donde estábamos cuando él me informó de lo que es dicho, el año de mil
y quinientos y veinte y uno, en la dicha ciudad de Panamá: que por lo menos
podría tener dos varas y media de ancho y tres de caída, que son cuarenta y
cuatro palmos en circuito; y así por esta grandor grande de estas rayas, les
quitan los marineros su nombre y las llaman mantas.
Fernández de Oviedo, Gonzalo: Historia general y natural de las Indias. Edición
y estudio preliminar de Juan Pérez de Tuleda Bueso. Biblioteca de Autores españoles.
Ediciones Atlas. Madrid, 1992. Pág. 196-197.
NOTA
En su Antología del cuento panameño,
Rodrigo Miró, el gran crítico panameño y poeta señero de su país, arriesga un
concepto y una clasificación bastante desacertada a fin de situar el inicio de
la historia literaria de Panamá en los lejanos tiempos de la conquista.
Otro crítico literario de su país,
Franz García de Córdoba, se ocupa de discrepar y exponer las razones
justificativas que podrían haber llevado a Miró a exponer esas ideas.
Dado que la exposición y la réplica de
ambos críticos tratan al cuento y al autor de manera certera, citarlos con
amplitud ya es suficiente para cumplir con la estructura de esta antología del
cuento hispanoamericano en las Indias.
“En la obra de los primitivos cronistas
de Indias está la proto-novela de América, se ha dicho. La opinión gana cada día
terreno entre los estudiosos de nuestra historia literaria, y merece meditarse.
Porque la versión que nos da el español de entonces de su experiencia en este
de verdad nuevo mundo es de tal manera fabulosa, que difícil resulta establecer
la línea divisoria entre la hazaña imaginada y 1o que fue heroica y trabajosa
empresa humana. A esa zona ambigua donde se mezclan realidad y fantasía
pertenece el encantador relato —nuestro primer cuento— de don Gonzalo Fernández
de Oviedo y Valdés, maestro de cronistas, clásico historiador de Indias.
En verdad, se trata de un relato
magistral, que la vocación narradora de don Gonzalo adorna con las galas de una
feliz fantasía, pero en cuyo fondo de suceso real está el tema inigualable para
el cuentista. Y aún motivo para la curiosidad del hombre interesado en las
letras panameñas de hoy, que alguna vez ensayó explicarse la ausencia del mar
en nuestra literatura…
Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés nació en Madrid, en Agosto de 1478. Cortesano en su juventud, fue luego soldado en Italia, donde conoció a Leonardo, a Ticiano, a Miguel Ángel. Su carrera en tierras de América se inició cuando, en 1514, formó parte de la expedición de Pedrarias, con el cargo de Veedor de las Fundiciones de Oro de Tierra Firme.
En 1515 viajó a España, para retornar
al Istmo en 1520, acompañado ahora de mujer (su segunda esposa) e hijos, y
nombrado Regidor Perpetuo de Santa María la Antigua y Escribano General.
Trasladado el gobierno a la recién
fundada ciudad de Panamá, Oviedo quedó en Darién. Allí construyó su casa, “en
la cual se pudiera aposentar un príncipe, con buenos aposentos altos y bajos y
con un hermoso huerto de muchos naranjos y otros árboles, sobre la ribera de un
gentil río que pasa por aquella ciudad”. En Santa María perdió a uno de sus
hijos y a su esposa.
En 1523 tornó por segunda vez a España,
llevando el manuscrito de la primera parte de su Historia.
Volvió a Panamá con Pedro de los Ríos en 1526 y aquí permaneció, con ligeras
ausencias, hasta 1529. A partir de entonces ya no regresó al Istmo, aunque
vivió muchos años más en el Nuevo Mundo. Muy viejo, murió en Valladolid, en
1557, dejando una obra escrita que ha dado inmortalidad a su nombre.
La figura de Oviedo, típico español
renacentista, tiene especial significación para los panameños. Sus años de
residencia entre nosotros le vincularon a la tierra, a la que profesó verdadero
cariño. Por otra parte, por su significación cultural es el lógico patrón de
nuestros historiadores y hombres de letras”.
Hasta aquí Rodrigo Miró.
Por su parte, un distinguido crítico e historiador de la
literatura panameña, Franz García de Paredes, en su Antología del cuento
panameño, discrepa de la opinión de Miró con argumentos que parecen correctos y
definitorios:
“Al empezar el panorama del cuento
panameño propiamente dicho, Rodrigo Miró advierte que como homenaje a Gonzalo
Fernández de Oviedo y Valdés incluye el capítulo XXXVIII del libro Sexto de la Historia General y Natural de las
Indias, que contiene un relato del gran humanista, y, según Miró, el primer
cuento panameño.
Es importante recalcar aquí que Miró,
además de rendir homenaje a Fernández de Oviedo, califica su relato como el
primer cuento panameño. Es extraño que Miró utilice un texto que no corresponde
genéricamente a lo que entendemos por cuento, convirtiéndolo en lo que ahora,
parodiando a Luis Alberto Sánchez, llamaríamos un “protocuento”.
Esta indeterminación genérica se
produce, creo yo, no por inconsistencia teórica de Miró sino por un loable
intento de sustituir la pobreza y escasez del género cuentístico en el devenir
histórico de Panamá, privilegiando un texto que, pese a exhibir ciertas
semejanzas que lo podrían acercar al cuento, está inserto en un discurso
narrativo que posee características genéricas propias. En realidad el cuento
panameño propiamente tal aparece en 1890, como lo señala el propio Miró, con la
generación modernista compuesta por Salomón Ponce Aguilera, Simón Rivas, Darío
Herrera, etc.”
Miró
Grimaldo, Rodrigo: El cuento en Panamá//García
de Paredes, Franz: Panamá: cuentos
escogidos. Autoridad del Canal de Panamá. Biblioteca de la Nacionalidad.
Edición conmemorativa de la transferencia del Canal a Panamá. Panamá,
1999.
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