sábado, 11 de mayo de 2013



 
LA BRUJA DE CARTAGENA
                                             
                                                                                                           Juan Rodríguez Freyle

En las flotas que fueron y vinieron de Castilla después de la prisión de Montaño, pasó en una de ellas un vecino de esta ciudad, a emplear su dinero: era hombre casado, tenía la mujer moza y hermosa; y con la ausencia del marido no quiso malograr su hermosura, sino gozar de ella. Se descuidó e hizo una barriga, pensando poderla despedir con tiempo; pero antes del parto le tocó a la puerta la nueva de la llegada de la flota a la ciudad de Cartagena, con lo cual la pobre señora se alborotó y hizo sus diligencias para abortar la criatura, y ninguna le aprovechó.

Procuró tratar su negocio con Juana García, su madre, digo su comadre: ésta era una negra horra que había su–bido a este Reino con el Adelantado don Alonso Luis de Lugo; tenía dos hijas, que en esta ciudad arrastraron hasta seda y oro, y aun trajeron arrastrados algunos hombres de ellas. Esta negra era un poco voladora, como se averiguó; la preñada consultó a su comadre y le dijo su trabajo, y lo que quería hacer, y que le diese remedio para ello. Le dijo la comadre:

–¿Quién os ha dicho que viene vuestro marido en esta flota?

Le respondió la señora que él propio se lo había dicho, que en la primera ocasión vendría sin falta.

Le respondió la comadre:

–Si eso es así, espera, no hagas nada, que quiero saber esta nueva de la flota, y sabré si viene vuestro marido en ella. Mañana volveré a veros y dar orden en lo que hemos de hacer; y con esto queda con Dios.

El día siguiente volvió la comadre, la cual la noche pasada había hecho apretada diligencia, y venía bien informada de la verdad.

Le dijo a la preñada:

–Señora comadre, yo he hecho mis diligencias en saber de mí compadre: verdad es que la flota está en Cartagena, pero no he hallado nueva de vuestro marido, ni hay quien diga que viene en ella.

La señora preñada se afligió mucho, y rogó a la comadre le diese remedio para echar aquella criatura, a lo cual le respondió:

–No hagáis tal hasta que sepamos la verdad, si viene o no. Lo que puedes hacer es... ¿veis aquel lebrillo verde que está allí?

Dijo la señora:

–Sí.

–Pues, comadre, henchídmelo de agua y metedlo en vuestro aposento, y aderezad qué cenemos, que yo vendré a la noche y traeré a mis hijas, y nos holgaremos, y también prevendremos algún remedio para lo que me decís que queréis hacer.

Con esto se despidió de su comadre, fue a su casa, previno a sus hijas, y en siendo noche juntamente con ellas se fue en casa de la señora preñada, la cual no se descuidó en hacer la diligencia del lebrillo de agua. También envió a llamar otras mozas vecinas suyas, que se viniesen a holgar con ella aquella noche. Se juntaron todas, y estando las mozas cantando y bailando, dijo la comadre preñada a su comadre:

–Mucho me duele la barriga: ¿queréis vérmela?

Respondió la comadre:

–Sí lo haré: tomad una lumbre de esas y vamos a vuestro aposento.

Tomó la vela y  se entraron en él. Después que estuvieron dentro cerró la puerta y le dijo:

–Comadre, allí está el lebrillo con el agua.

Le respondió:

–Pues tomad esa vela y mirad si veis algo en el agua.
Lo hizo así, y estando mirando le dijo:

–Comadre, aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está fulano, mi marido, sentado en una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en las manos, que quiere cortar un vestido de grana.

Le dijo la comadre:

–Pues esperad, que quiero yo también ver eso.

Se llegó junto al lebrillo y vio todo lo que le había dicho. Le preguntó  la señora comadre:

–¿Qué tierra es esta?

Y le respondió:

–Es la isla Española de Santo Domingo.

En esto metió el sastre las tijeras y cortó una manga, y se la echo en el hombro. Dijo la comadre a la preñada:

–¿Queréis que le quite aquella manga a aquel sastre?

Le respondió:

–Pues ¿cómo se la habéis de quitar?

Le respondió:

–Como vos queráis, yo se la quitaré.

Dijo la señora:

–Pues quitádsela, comadre mía, por vida vuestra.

Apenas acabó la razón cuando le dijo:

–Pues vedla ahí –y le dio la manga.

Se estuvieron un rato hasta ver cortar el vestido, lo cual hizo el sastre en un punto, y con el mismo desapareció  todo, que no quedó más que el lebrillo y el agua. Dijo la comadre a la señora:

–Ya habéis visto cuán despacio está vuestro marido, bien podéis despedir esa barriga, y aún hacer otra.

La señora preñada, muy contenta, echó la manga de grana en un baúl que tenía junto a su cama; y con esto se salieron a la sala, donde se estaban holgando las mozas; pusieron las mesas, cenaron altamente, con lo cual se fueron a sus casas.

Digamos un poquito. Conocida cosa es que el demonio fue el inventor de esta maraña, y que es sapientísimo sobre todos los hijos de los hombres; pero no les puede alcanzar el interior, porque esto es sólo para Dios. Por conjeturas alcanza él, y conforme los pasos que da el hombre, y a dónde se encamina. No reparo en lo que mostró en el agua a estas mujeres, porque a esto respondo, que quien tuvo atrevimiento a tomar a Cristo, señor nuestro, y llevadlo a un monte alto, y de él mostrarle todos los Reinos del mundo, y la gloria de él, de lo cual no tenía Dios necesidad, porque todo lo tiene presente, que esta demostración sin duda fue fantástica; y lo propio sería lo que mostró a las mujeres en el lebrillo del agua. En lo que reparo es la brevedad con que dio la manga, pues apenas dijo la una: “pues quitádsela comadre,” cuando respondió la otra: “pues vedla ahí,” y se la dio; también digo que bien sabía el demonio los pasos en que estas mujeres andaban, y estaría prevenido para todo. Y con esto vengamos al marido de esta señora, que fue quien descubrió toda esta volatería.

Llegado a la ciudad de Sevilla, al punto y cuando ha-bían llegado parientes y amigos suyos, que iban de la isla Española de Santo Domingo, le contaron de las riquezas que había en ella, y le aconsejaron que emplease su dinero y que se fuese con ellos a la dicha isla. El hombre lo hizo así, fue a Santo Domingo y le sucedió bien; se volvió a Castilla y empleó; e hizo segundo viaje a la isla Española. En este segundo viaje fue cuando se cortó el vestido de grana; vendió sus mercaderías, volvió a España, y empleó su dinero; y con este empleo vino a este Nuevo Reino en tiempo que ya la criatura estaba grande y se criaba en casa con nombre de huérfano.

Se recibieron muy bien marido y mujer, y por algunos días anduvieron muy contentos y conformes, hasta que ella comenzó a pedir una gala, y otra gala, y a vueltas de ellas se entremetían unos pellizcos de celos, de manera que el marido andaba enfadado y tenían malas comidas y peores cenas, porque la mujer de cuando en cuando le picaba con los amores que había tenido en la isla Española. Con lo cual el marido andaba sospechoso de que algún amigo suyo, de los que con él habían estado en la dicha isla, le hubiese dicho algo a su mujer. Al fin fue quebrantado de su condición, y regalando a la mujer, por ver si le podía sacar quién le hacia el daño. Al fin, estando cenando una noche los dos muy contentos, le pidió la mujer que le diese un faldellín de paño verde, guarnecido: el marido no salió bien a esto, poniéndole algunas excusas; a lo cual le respondió ella:

–A fe que si fuera para dárselo a la dama de Santo Domingo, como le disteis el vestido de grana, que no pusierais excusas.

Con esto quedó el marido rendido y confirmado en su sospecha; y para poder mejor enterarse la regaló mucho, dióle el faldellín que le pidió y otras galitas, con que la traía muy contenta. En fin, una tarde que se hallaron con gusto le dijo el marido a la mujer:

–Hermana ¿no me diréis, por vida vuestra, quién os dijo que yo había vestido de grana a una dama en la isla Española?
Respondió le la mujer:

–Pues ¿queréoslo negar? Decidme vos la verdad, que yo os diré quién me lo dijo.

Halló el marido lo que buscaba, y le dijo:

–Señora, es verdad, porque un hombre ausente de su casa y en tierras ajenas, algún entretenimiento había de tener. Yo di ese vestido a una dama.

Dijo ella:

–Pues decidme, cuando lo estaban cortando, ¿qué faltó?

Le respondió:

–No faltó nada.

Respondió la mujer diciendo:

–Qué amigo sois de negar las cosas. ¿No faltó una manga?

 El marido hizo memoria, y dijo:

–Es verdad que al sastre se le olvidó de cortarla, y fue necesario sacar grana para ella.

Entonces le dijo la mujer:

–Y si yo os muestro la manga que faltó, conocerla héis.

Le dijo el marido:

–Pues ¿la tenéis vos?

Respondió ella:

–Sí, venid conmigo, y mostrárosla he.

Se fueron juntos a su aposento, y del asiento del baúl le sacó la manga, diciéndole:

–¿Es esta la manga que faltó?

Dijo el marido:

–Esta es mujer; pues yo juro a Dios que hemos de saber quién la trajo desde la isla Española a la ciudad de Santafé.

Y con esto tomó la manga y fuese con ella al señor obispo, que era juez inquisidor, y le informó del caso. Su señoría apretó en la diligencia; hizo aparecer ante sí la mujer; le tomó la declaración; confesó llanamente todo lo que había pasado en el lebrillo del agua. Se prendió luego a la negra Juana García y a las hijas. Confesó todo el caso, y como ella había puesto el papel de la muerte de los dos oidores. Depuso de otras muchas mujeres, como constó de los autos.

Substanciada la causa, el señor obispo pronunció sentencia en ella contra todos los culpados. Corrió la voz; eran muchas las que habían caído en la red, y tocaba en personas principales. En fin, el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada, el capitán Zorro, el capitán Céspedes, Juan Tafur, Juan Ruiz de Orejuela y otras personas principales acudieron al señor obispo, suplicándole no se pusiese en ejecución la sentencia en el caso dada, y que considerase que la tierra era nueva y que era mancharla con lo proveído.

Tanto le apretaron a su señoría, que depuso el auto. Topó sólo con Juana García, que la penitenció poniéndola en Santo Domingo, a horas de la misa mayor, en un tablado, con un dogal al cuello y una vela encendida en la mano; a donde decía llorando: “¡Todas, todas lo hicimos, y yo sola lo pago!”

La desterraron a ella y a las hijas de este Reino. En su confesión dijo que cuando fue a la Bermuda, donde se perdió la Capitana, se echó a volar desde el cerro que está a las espaldas de Nuestra Señora de las Nieves, donde está una de las cruces; y después, mucho tiempo adelante, le llamaban Juana García, o el cerro de Juana García.

Rodríguez Freyle, Juan: Conquista y descubrimiento del Nuevo reino de Granada. Edición de Jaime Delgado. Historia 16. Madrid, 1986  

NOTA
El Carnero es una crónica sui generis de Hispanoamérica, y en particular de Colombia. El autor, Juan Rodríguez Freyle, nacido en Bogotá en 1566 (se supone fallecido en 1640), decidió narrar la conquista del Nuevo Reino de Granada, pues, a su parecer, había sido descuidada por los historiadores y estaba en riesgo de ser olvidada; la decisión la puso en práctica en 1636 y la concluyó en 1638.

El título que le puso al libro es de una extensión inaudita, aunque no excepcional en su tiempo, pero lo cierto es que se le conoce y se le cita sólo como El carnero, nombre del que se ignora su razón de ser como título de una crónica, supuestamente histórica, que transcurre desde 1539 a 1636.

La parte histórica de El carnero se opaca ante la gracia narrativa del autor y la voluntad de privilegiar la pequeña historia antes que la exactitud histórica. Según los estudiosos, la importancia de la crónica se encuentra en los más de veinticinco cuentos que se han acomodado en su desarrollo –Oscar Gerardo Ramos propone llamarlos “historielas” y Pedro Lastra, “memorabiles"–; son historias de asesinatos, adulterios, robos, malentendidos, castigos, ejecuciones, todos ellos realizados por la crema y nata de la sociedad colonial de ese tiempo.

En los dos primeros capítulos, Freyle ya presenta la tónica de su narración al contarnos, con detalle, como de los mil cien españoles que viajaron en los cuatro navíos de la flota que llevó a Santa Marta el nuevo gobernador Fernández de Lugo, un par de años más tarde sólo sobrevivían 167, “entre soldados y capitanes”. En el enfrentamiento natural con los ríos, los nativos armados de flechas envenenadas (“hierba y ponzoña”), los tigres y caimanes, las culebras, además “del mal país y temple de la tierra”, la actuación de los conquistadores fue el descalabro total.

Y para no perder el tiempo, Freyle, en el siguiente capítulo, el segundo, ya está explicando el origen del nombre “El Dorado”, atribuyéndolo a una costumbre ceremonial de la “toma de posesión” del nuevo monarca de la tribu nativa.

Aliadas con estas dos histórielas o memorábiles, hay un puntual descuido de las fechas históricas del nombramiento, llegada, salida o muerte de los primeros gobernadores de Santa Marta –ya en el primer capítulo–, por lo cual es obligación dudar o tratar de confirmar en otras fuentes las fechas correctas de lo registrado.

Del cúmulo de textos, narrados o considerados cuentos en El carnero –mi opinión juega con la idea de que suman más de veinticinco los insertados en la crónica–, el más conocido es el seleccionado para esta antología.

Nadie podrá dudar que la historia de la bruja es un tema tratado literariamente, y que debe incluirse entre las primeras obras narrativas de este continente. Es una historia ficticia, amena de leer, fruto de la imaginación o del folklore de la época, y un cuento fantástico por sus cuatro costados.

Un buen apoyo a la voluntad ficticia del narrador es el mantenimiento hasta el final del hecho inverosímil, y su interrupción de la historia para reafirmar la veracidad de lo narrado y la atribución al diablo del hecho fantástico.

La historia se aclara cuando el marido recibe el trozo de manga de grana que la bruja le había sustraído al sastre de Santo Domingo. Con esa prueba de la infidelidad del marido, se produce el desenlace adverso de la historia al poder exhibir ante el obispo, y juez inquisidor, la manga que faltó mientras se cosía el traje para la amante circunstancial. Con la condena de la brujería se sitúa el pecado diabólico por encima del pecado de la infidelidad masculina, el que cual desaparece ante la contundente exhibición del diablo en favor de la mujer adúltera.

 

 

 


 

 

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