LA BRUJA DE CARTAGENA
Juan Rodríguez Freyle
En
las flotas que fueron y vinieron de Castilla después de la prisión de Montaño,
pasó en una de ellas un vecino de esta ciudad, a emplear su dinero: era hombre
casado, tenía la mujer moza y hermosa; y con la ausencia del marido no quiso
malograr su hermosura, sino gozar de ella. Se descuidó e hizo una barriga,
pensando poderla despedir con tiempo; pero antes del parto le tocó a la puerta
la nueva de la llegada de la flota a la ciudad de Cartagena, con lo cual la
pobre señora se alborotó y hizo sus diligencias para abortar la criatura, y
ninguna le aprovechó.
Procuró
tratar su negocio con Juana García, su madre, digo su comadre: ésta era una
negra horra que había su–bido a este Reino con el Adelantado don Alonso Luis de
Lugo; tenía dos hijas, que en esta ciudad arrastraron hasta seda y oro, y aun
trajeron arrastrados algunos hombres de ellas. Esta negra era un poco voladora,
como se averiguó; la preñada consultó a su comadre y le dijo su trabajo, y lo
que quería hacer, y que le diese remedio para ello. Le dijo la comadre:
–¿Quién
os ha dicho que viene vuestro marido en esta flota?
Le
respondió la señora que él propio se lo había dicho, que en la primera ocasión
vendría sin falta.
Le
respondió la comadre:
–Si
eso es así, espera, no hagas nada, que quiero saber esta nueva de la flota, y
sabré si viene vuestro marido en ella. Mañana volveré a veros y dar orden en lo
que hemos de hacer; y con esto queda con Dios.
El
día siguiente volvió la comadre, la cual la noche pasada había hecho apretada
diligencia, y venía bien informada de la verdad.
Le
dijo a la preñada:
–Señora
comadre, yo he hecho mis diligencias en saber de mí compadre: verdad es que la
flota está en Cartagena, pero no he hallado nueva de vuestro marido, ni hay
quien diga que viene en ella.
La
señora preñada se afligió mucho, y rogó a la comadre le diese remedio para
echar aquella criatura, a lo cual le respondió:
–No
hagáis tal hasta que sepamos la verdad, si viene o no. Lo que puedes hacer
es... ¿veis aquel lebrillo verde que está allí?
Dijo
la señora:
–Sí.
–Pues,
comadre, henchídmelo de agua y metedlo en vuestro aposento, y aderezad qué
cenemos, que yo vendré a la noche y traeré a mis hijas, y nos holgaremos, y
también prevendremos algún remedio para lo que me decís que queréis hacer.
Con
esto se despidió de su comadre, fue a su casa, previno a sus hijas, y en siendo
noche juntamente con ellas se fue en casa de la señora preñada, la cual no se
descuidó en hacer la diligencia del lebrillo de agua. También envió a llamar
otras mozas vecinas suyas, que se viniesen a holgar con ella aquella noche. Se
juntaron todas, y estando las mozas cantando y bailando, dijo la comadre
preñada a su comadre:
–Mucho
me duele la barriga: ¿queréis vérmela?
Respondió
la comadre:
–Sí
lo haré: tomad una lumbre de esas y vamos a vuestro aposento.
Tomó
la vela y se entraron en él. Después que estuvieron dentro cerró la
puerta y le dijo:
–Comadre,
allí está el lebrillo con el agua.
Le
respondió:
–Pues
tomad esa vela y mirad si veis algo en el agua.
Lo hizo así, y estando mirando le dijo:
Lo hizo así, y estando mirando le dijo:
–Comadre,
aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está fulano, mi marido, sentado en
una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en
las manos, que quiere cortar un vestido de grana.
Le
dijo la comadre:
–Pues
esperad, que quiero yo también ver eso.
Se
llegó junto al lebrillo y vio todo lo que le había dicho. Le preguntó la
señora comadre:
–¿Qué
tierra es esta?
Y
le respondió:
–Es
la isla Española de Santo Domingo.
En
esto metió el sastre las tijeras y cortó una manga, y se la echo en el hombro.
Dijo la comadre a la preñada:
–¿Queréis
que le quite aquella manga a aquel sastre?
Le
respondió:
–Pues
¿cómo se la habéis de quitar?
Le
respondió:
–Como
vos queráis, yo se la quitaré.
Dijo
la señora:
–Pues
quitádsela, comadre mía, por vida vuestra.
Apenas
acabó la razón cuando le dijo:
–Pues
vedla ahí –y le dio la manga.
Se
estuvieron un rato hasta ver cortar el vestido, lo cual hizo el sastre en un
punto, y con el mismo desapareció todo,
que no quedó más que el lebrillo y el agua. Dijo la comadre a la señora:
–Ya
habéis visto cuán despacio está vuestro marido, bien podéis despedir esa
barriga, y aún hacer otra.
La
señora preñada, muy contenta, echó la manga de grana en un baúl que tenía junto
a su cama; y con esto se salieron a la sala, donde se estaban holgando las
mozas; pusieron las mesas, cenaron altamente, con lo cual se fueron a sus
casas.
Digamos
un poquito. Conocida cosa es que el demonio fue el inventor de esta maraña, y
que es sapientísimo sobre todos los hijos de los hombres; pero no les puede
alcanzar el interior, porque esto es sólo para Dios. Por conjeturas alcanza él,
y conforme los pasos que da el hombre, y a dónde se encamina. No reparo en lo
que mostró en el agua a estas mujeres, porque a esto respondo, que quien tuvo
atrevimiento a tomar a Cristo, señor nuestro, y llevadlo a un monte alto, y de
él mostrarle todos los Reinos del mundo, y la gloria de él, de lo cual no tenía
Dios necesidad, porque todo lo tiene presente, que esta demostración sin duda
fue fantástica; y lo propio sería lo que mostró a las mujeres en el lebrillo
del agua. En lo que reparo es la brevedad con que dio la manga, pues apenas
dijo la una: “pues quitádsela comadre,” cuando respondió la otra: “pues vedla
ahí,” y se la dio; también digo que bien sabía el demonio los pasos en que
estas mujeres andaban, y estaría prevenido para todo. Y con esto vengamos al
marido de esta señora, que fue quien descubrió toda esta volatería.
Llegado
a la ciudad de Sevilla, al punto y cuando ha-bían llegado parientes y amigos
suyos, que iban de la isla Española de Santo Domingo, le contaron de las
riquezas que había en ella, y le aconsejaron que emplease su dinero y que se
fuese con ellos a la dicha isla. El hombre lo hizo así, fue a Santo Domingo y
le sucedió bien; se volvió a Castilla y empleó; e hizo segundo viaje a la isla
Española. En este segundo viaje fue cuando se cortó el vestido de grana; vendió
sus mercaderías, volvió a España, y empleó su dinero; y con este empleo vino a
este Nuevo Reino en tiempo que ya la criatura estaba grande y se criaba en casa
con nombre de huérfano.
Se
recibieron muy bien marido y mujer, y por algunos días anduvieron muy contentos
y conformes, hasta que ella comenzó a pedir una gala, y otra gala, y a vueltas
de ellas se entremetían unos pellizcos de celos, de manera que el marido andaba
enfadado y tenían malas comidas y peores cenas, porque la mujer de cuando en
cuando le picaba con los amores que había tenido en la isla Española. Con lo
cual el marido andaba sospechoso de que algún amigo suyo, de los que con él
habían estado en la dicha isla, le hubiese dicho algo a su mujer. Al fin fue
quebrantado de su condición, y regalando a la mujer, por ver si le podía sacar
quién le hacia el daño. Al fin, estando cenando una noche los dos muy
contentos, le pidió la mujer que le diese un faldellín de paño verde, guarnecido:
el marido no salió bien a esto, poniéndole algunas excusas; a lo cual le
respondió ella:
–A
fe que si fuera para dárselo a la dama de Santo Domingo, como le disteis el
vestido de grana, que no pusierais excusas.
Con
esto quedó el marido rendido y confirmado en su sospecha; y para poder mejor
enterarse la regaló mucho, dióle el faldellín que le pidió y otras galitas, con
que la traía muy contenta. En fin, una tarde que se hallaron con gusto le dijo
el marido a la mujer:
–Hermana
¿no me diréis, por vida vuestra, quién os dijo que yo había vestido de grana a
una dama en la isla Española?
Respondió le la mujer:
Respondió le la mujer:
–Pues
¿queréoslo negar? Decidme vos la verdad, que yo os diré quién me lo dijo.
Halló
el marido lo que buscaba, y le dijo:
–Señora,
es verdad, porque un hombre ausente de su casa y en tierras ajenas, algún
entretenimiento había de tener. Yo di ese vestido a una dama.
Dijo
ella:
–Pues
decidme, cuando lo estaban cortando, ¿qué faltó?
Le
respondió:
–No
faltó nada.
Respondió
la mujer diciendo:
–Qué
amigo sois de negar las cosas. ¿No faltó una manga?
El marido hizo memoria, y dijo:
–Es
verdad que al sastre se le olvidó de cortarla, y fue necesario sacar grana para
ella.
Entonces
le dijo la mujer:
–Y
si yo os muestro la manga que faltó, conocerla héis.
Le
dijo el marido:
–Pues
¿la tenéis vos?
Respondió
ella:
–Sí,
venid conmigo, y mostrárosla he.
Se
fueron juntos a su aposento, y del asiento del baúl le sacó la manga,
diciéndole:
–¿Es
esta la manga que faltó?
Dijo
el marido:
–Esta
es mujer; pues yo juro a Dios que hemos de saber quién la trajo desde la isla
Española a la ciudad de Santafé.
Y
con esto tomó la manga y fuese con ella al señor obispo, que era juez
inquisidor, y le informó del caso. Su señoría apretó en la diligencia; hizo
aparecer ante sí la mujer; le tomó la declaración; confesó llanamente todo lo
que había pasado en el lebrillo del agua. Se prendió luego a la negra Juana
García y a las hijas. Confesó todo el caso, y como ella había puesto el papel
de la muerte de los dos oidores. Depuso de otras muchas mujeres, como constó de
los autos.
Substanciada
la causa, el señor obispo pronunció sentencia en ella contra todos los
culpados. Corrió la voz; eran muchas las que habían caído en la red, y tocaba
en personas principales. En fin, el Adelantado don Gonzalo Jiménez de Quesada,
el capitán Zorro, el capitán Céspedes, Juan Tafur, Juan Ruiz de Orejuela y
otras personas principales acudieron al señor obispo, suplicándole no se
pusiese en ejecución la sentencia en el caso dada, y que considerase que la tierra
era nueva y que era mancharla con lo proveído.
Tanto
le apretaron a su señoría, que depuso el auto. Topó sólo con Juana García, que
la penitenció poniéndola en Santo Domingo, a horas de la misa mayor, en un
tablado, con un dogal al cuello y una vela encendida en la mano; a donde decía
llorando: “¡Todas, todas lo hicimos, y yo sola lo pago!”
La
desterraron a ella y a las hijas de este Reino. En su confesión dijo que cuando
fue a la Bermuda, donde se perdió la Capitana, se echó a volar desde el cerro que
está a las espaldas de Nuestra Señora de las Nieves, donde está una de las
cruces; y después, mucho tiempo adelante, le llamaban Juana García, o el cerro
de Juana García.
Rodríguez Freyle,
Juan: Conquista y descubrimiento del
Nuevo reino de Granada. Edición de Jaime Delgado. Historia 16. Madrid, 1986
NOTA
El Carnero es una crónica sui generis de
Hispanoamérica, y en particular de Colombia. El autor, Juan Rodríguez Freyle,
nacido en Bogotá en 1566 (se supone fallecido en 1640), decidió narrar la
conquista del Nuevo Reino de Granada, pues, a su parecer, había sido descuidada
por los historiadores y estaba en riesgo de ser olvidada; la decisión la puso
en práctica en 1636 y la concluyó en 1638.
El título que le puso al libro es de una
extensión inaudita, aunque no excepcional en su tiempo, pero lo cierto es que
se le conoce y se le cita sólo como El
carnero, nombre del que se ignora su razón de ser como título de
una crónica, supuestamente histórica, que transcurre desde 1539 a 1636.
La parte histórica de El carnero se opaca
ante la gracia narrativa del autor y la voluntad de privilegiar la pequeña
historia antes que la exactitud histórica. Según los estudiosos, la importancia
de la crónica se encuentra en los más de veinticinco cuentos que se han
acomodado en su desarrollo –Oscar Gerardo Ramos propone llamarlos “historielas”
y Pedro Lastra, “memorabiles"–; son historias de asesinatos, adulterios,
robos, malentendidos, castigos, ejecuciones, todos ellos realizados por la
crema y nata de la sociedad colonial de ese tiempo.
En los dos primeros capítulos, Freyle ya
presenta la tónica de su narración al contarnos, con detalle, como de los mil
cien españoles que viajaron en los cuatro navíos de la flota que llevó a Santa
Marta el nuevo gobernador Fernández de Lugo, un par de años más tarde sólo
sobrevivían 167, “entre soldados y capitanes”. En el enfrentamiento natural con
los ríos, los nativos armados de flechas envenenadas (“hierba y ponzoña”), los
tigres y caimanes, las culebras, además “del mal país y temple de la tierra”,
la actuación de los conquistadores fue el descalabro total.
Y para no perder el tiempo, Freyle, en
el siguiente capítulo, el segundo, ya está explicando el origen del nombre “El
Dorado”, atribuyéndolo a una costumbre ceremonial de la “toma de posesión” del
nuevo monarca de la tribu nativa.
Aliadas con estas dos histórielas o
memorábiles, hay un puntual descuido de las fechas históricas del nombramiento,
llegada, salida o muerte de los primeros gobernadores de Santa Marta –ya en el
primer capítulo–, por lo cual es obligación dudar o tratar de confirmar en
otras fuentes las fechas correctas de lo registrado.
Del cúmulo de textos, narrados o
considerados cuentos en El
carnero –mi opinión juega con la idea de que suman más de veinticinco
los insertados en la crónica–, el más conocido es el seleccionado para esta
antología.
Nadie podrá dudar que la historia de la
bruja es un tema tratado literariamente, y que debe incluirse entre las
primeras obras narrativas de este continente. Es una historia ficticia, amena
de leer, fruto de la imaginación o del folklore de la época, y un cuento
fantástico por sus cuatro costados.
Un buen apoyo a la voluntad ficticia del
narrador es el mantenimiento hasta el final del hecho inverosímil, y su
interrupción de la historia para reafirmar la veracidad de lo narrado y la atribución
al diablo del hecho fantástico.
La historia se aclara cuando el marido
recibe el trozo de manga de grana que la bruja le había sustraído al sastre de
Santo Domingo. Con esa prueba de la infidelidad del marido, se produce el
desenlace adverso de la historia al poder exhibir ante el obispo, y juez
inquisidor, la manga que faltó mientras se cosía el traje para la amante
circunstancial. Con la condena de la brujería se sitúa el pecado diabólico por
encima del pecado de la infidelidad masculina, el que cual desaparece ante la
contundente exhibición del diablo en favor de la mujer adúltera.
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