sábado, 11 de mayo de 2013


 

LA FANTASMA

                                                       Francisco Cervantes de Salazar

Un tal Alonso de Ávila, comisionado por Cortés para llevar al Rey de España la primera gran muestra de la riqueza de México, fue obligado en alta mar a rendirse con su navío al corsario francés Florín, quien se lo llevó preso a Francia bajo la idea que “usanza de la guerra era que el capitán vencedor vendiese al capitán vencido”. Florín, al descubrir las enormes riquezas encontradas en el barco, atribuyó al capitán capturado una gran importancia personal y lo entregó al Rey bajo esa impresión. De inmediato fue encarcelado en una fortaleza donde sólo estaban presos algunos señores. Se pidió cuatrocientos mil ducados por su rescate.

Ávila estuvo tres años enteros preso en aquella fortaleza, aunque bien tratado, pero guardado con gran diligencia, para que no se fuese; y el primer año, casi desde el primer día que en aquella fortaleza entró, todas las noches sin faltar ninguna, después de apagadas las velas, de ahí a poco, sentía abrir la cortina de su cama y echarse al lado una cosa que, al parecer del andar y abrir la cama, parecía persona; procuró las primeras noches de abrazarse con ella, y como no halló cuerpo, entendió ser fantasma. Le habló, le dijo muchas cosas y la conjuró muchas veces, y como no le respondió, determinó callar y no dar cuenta al Alcaide ni pedirle otro aposento, porque no entendiese que hombre español y caballero había de tener miedo.

Pasados ya muchos días en que, sin faltar noche, le aconteció esto, estando una tarde sentado en una silla, muy triste y pensativo, se sintió abrazar por las espaldas, echándole los brazos por los pechos, le dijo la fantasma: “Mosiur, ¿por qué estás triste?” Oyó la voz y no pudo ver más que los brazos, que le parecieron muy blancos, y volviendo la cabeza a ver el rostro, se desapareció.

A cabo de un año que esto pasaba, viendo el Alcaide por la conversación que con él y con otros caballeros tenía, que podía ya fiarse algo de él, consintió que un clérigo que mucho se había aficionado a Alonso de Ávila, quedase a gran instancia suya a dormir aquella noche en el aposento, donde hecha la cama, frontera de la de Alonso de Ávila, apagadas las velas y cansados ya de hablar, y que el clérigo se quería dormir, sintiendo que una persona, abriendo las puertas, entraba por el aposento, habiéndolas él cerrado por sus manos, y que abría la cortina y se echaba en la cama, despavorido y espantado de esto, levantándose con gran presteza, abrió las puertas y salió dando grandes voces; alteró a la fortaleza; despertó al Alcaide, el cual acudió con la gente de guardia, pensando que Alonso de Ávila se huía.

Llegado el Alcaide, el clérigo pidió lumbre, diciendo que el demonio andaba en aquel aposento. Metida una hacha encendida, no se halló cosa más que a Alonso de Ávila en su cama, el cual, sonriéndo, contó lo que había pasado un año continuo, y la causa por la que había callado. Se maravilló mucho el Alcaide y los que con él venían, y tuvieron de ahí en adelante en más a su persona, y así miraban por él con menos recato.

Mucho pesó después a Alonso de Ávila de haber descubierto lo que había pasado, porque jamás sintió a la fantasma, y como le había abrazado y hablado tan amo-rosamente, pensó que a no haber descubierto el secreto, le dijera alguna cosa en lo tocante a su prisión, en la cual estuvo dos años más, porque no había tanto dinero como el que pedían para ser rescatado y porque no querían los fran-ceses acabar de desengañarse, creyendo siempre que era algún gran señor y no un particular caballero.”

Cervantes de Salazar, Francisco: Crónica de la Nueva España. Prólogo de Juan Miralles Ostos. Editorial Porrúa S.A. México, 1985. Págs.770 a 772. 

NOTA
En el capítulo V, del libro sexto de la Crónica de Nueva España, de Francisco Cervantes de Salazar, figura la historia de la fantasma  que acompaña a Alonso Ávila en su cautiverio francés; historia o cuento que sólo he visto recogido por Alberto M. Salas y Miguel A. Guerin, en su Floresta de Indias, y citado un par de veces por José Luis Martínez en su excelente trabajo sobre Hernán Cortés, tanto en su biografía como en los cuatro tomos de Documentos cortesianos.

Sorprende que una historia tan especial haya sido dejada de lado o ignorada por las antologías que se han formado sobre el cuento durante la conquista y la colonia hispanoamericana. El único pretexto justificativo, y errado, podría ser que la historia se desarrolla en Francia o que no se sabe dónde obtuvo esa información Cervantes de Salazar.

El autor de esta Crónica de Nueva España, había nacido en Toledo hacia 1518 y llegó a México con un brillante palmarés académico: estudios de Humanidades y Cánones en Salamanca; viaje por Italia y Flandes, secretario latino del cardenal arzobispo de Sevilla hasta su muerte; catedrático de Retórica en Osuna, y con tres obras en proceso de impresión: Diálogo de la dignidad del hombre de Fernán Pérez de Oliva, terminado por él; glosa y notas al Apólogo de la ociosidad y el trabajo, de Luis Mexía; y su traducción de la Introducción a la sabiduría, de Luis Vives.

Sobre su viaje a México en 1551, lo justificaba diciendo que había hecho la travesía para “honrar a un deudo tan poderoso como Alonso de Villaseca”, en cuya casa se alojó cuatro años; la relación terminó en pleito cuando el pariente lo demandó para cobrarle los gastos ocasionados en beber, comer y vestir durante todo el tiempo que vivió en su casa.

Cervantes de Salazar fue un hombre de libros, erudito, culto. En México fue rector de la Universidad, cronista de la ciudad y autor de tres excelentes diálogos sobre la ciudad de México que agregó a los cuatro ya redactados en España. Su crónica, en cambio, aparte de lo que se puede llamar “la pequeña historia”, se suponía compuesta a partir de la información que le proporcionaron algunos conquistadores o descendientes de ellos, pero en realidad sigue casi fielmente a Gómara, aunque trata de desvirtuarlo cambiando fechas, nombres y números para que se creyese que lo refutaba. Cervantes de Salazar falleció en 1575, en Nueva España.

Imaginemos, como es posible, que la historia de Alonso de Ávila la inventara Cervantes de Salazar, la situara en Francia para evitar cualquier comprobación, y la escribiera por divertirse o para completar el número de pliegos de la Crónica por los que le pagaba el Ayuntamiento de México. Sea como fuera, la narración sobre la fantasma y Ávila es un buen cuento, pertenezca o no a la historia, con su principio, su intermedio y su final. Debió redactarse alrededor de 1560 o 1561, e ignoro si fue el primer cuento fantástico –tan claramente literario– escrito en México.



LA CACICA Y LOS CAPONES

                                                            Pedro Mártir de Anglería.

Permanecieron treinta nuestros en aquellos parajes (llamada Ayay y bautizada por Colón isla de Santa Cruz) durante dos días, y estando al acecho entretanto, vieron desde las troneras venir de lejos una canoa; y al advertir que sus tripulantes eran ocho hombres y otras tantas mujeres, a una señal atacaron la embarcación. Todos los que en ella estaban comenzaron a herir a los nuestros mediante saetas arrojadas con admirable rapidez y con crueles golpes; de este modo, antes de que pudiesen protegerse con los escudos, uno de los nuestros, que era cántabro, cayó atravesado por la flecha de una de las mujeres, la cual, con otra saeta, infirió a otro grave herida. Se dieron cuenta de que aquellos dardos estaban envenenados con cierta substancia, ahondada en derredor de la punta, de modo que retuviese la ponzoña y ésta no se corriera.

Había entre los enemigos una mujer, a la que, según podía conjeturarse obedecían los demás y respetaban como reina. La acompañaba su hijo, torvo, robusto, de mirada ferocísima y rostro leonino. Los nuestros a fin de no sufrir daños mayores, heridos de lejos, y pensando que sería mucho mejor trabar combate cuerpo a cuerpo, pusieron en movimiento con los remos la navecilla en que iban, y volcaron con gran ímpetu la canoa; se fue esta al fondo, pero así hombres como mujeres lanzaban contra los españoles sus mortíferas flechas con no menor aliento y frecuencia que anteriormente. Por fin lograron aquéllos capturarlos cuando ya se habían refugiado en un escollo cubierto por las aguas y después de dura pelea en la que murió uno y quedó lastimado de dos heridas el hijo de la reina.

Llevados al navío del Almirante, mostraban no menor ferocidad y tremendo semblante que los leones africanos cuando se dan cuenta de haber caído en el lazo. No hay quien los vea, que no confiese haber sentido una especie de horror en sus entrañas, tan atroz y diabólico es el aspecto que la naturaleza y la crueldad han impuesto en sus rostros. Lo digo por mi mismo y por los muchos que conmigo acudieron más de una vez a verlos a Medina del Campo.

Mártir de Anglería, Pedro: Décadas del Nuevo Mundo por..., primer cronista de Indias. Estudio y Apéndices por el Dr. Edmundo O'Gorman. Traducción del latín del Dr. Agustín Millares Carlo. José Porrúa e hijos, sucesores. Biblioteca José Porrúa Estrada de Historia Mexicana. Dos Tomos. México, 1964. Ver tomo I, Págs. 118.


NOTA
El contexto de esta historia contada por Mártir, son las amazonas. El tema debía estar en la orden del día porque se relaciona con lo dicho por Colón en su primer viaje, que ya tenía noticias de la isla y la existencia de amazonas. Mártir, sabiamente, no menciona para nada la posible identificación de la aguerrida cacica como reina de amazonas, pero se empeña en hacer manifiesto su furor, su fuerza, su excelente puntería y su terrible aspecto. El coste humano de este rápido enfrentamiento fue similar en ambos lados: dos españoles heridos por flechas envenenadas, y por los indígenas un muerto y herido el hijo de la cacica.

Pero si la cacica esta poseída de aptitudes amazónicas, otros detalles eliminan su militancia. Tiene un hijo varón y la acompañan, además de siete guerreras, siete hombres preparados para guerrear. Otro detalle curioso de este cuento es la equiparación de Mártir de estos indígenas con los exhibidos en Medina del Campo y que le produjeron “una especie de horror en sus entrañas”.

Como Mártir bebe en la misma agua que Hernando Colón y el padre Las Casas –imaginemos que en escritos originales de Colón–, esta historia también aparece consignada en la vida del almirante escrita por el hijo, y en la Historia de las Indias del sacerdote dominico. Como sucede muchas veces en este tipo de cuento, las cantidades se alocan y varían sensiblemente en los datos consignados por los cronistas y los historiadores.

La versión del hijo en la Historia del Almirante, es bastante diferente, y con algunos detalles importantes que no consigna Mártir. Para él, la canoa esta tripulada solo por cuatro hombres y una mujer, la cual lanzaba sus flechas con tanta fuerza y destreza que una de ellas pasó una andarga de lado a lado. Dos “cristianos” resultaron heridos en este breve enfrentamiento. Todo terminó cuando el batel de los españoles embistió a la canoa de los indígenas, que volcó, y así pudieron capturarlos sacándolos del agua, desde donde uno de los indios continuaba “lanzando muchas flechas como si estuviera en tierra”. Los cuatro indios que viajaban con la mujer en la canoa, habían sido capados (¿incluso el diestro arquero?), como acostumbraban los caribes para que engordasen, “lo mismo que nosotros acostumbramos a engordar los capones para que sean mas gustosos al paladar”.

En la Historia de las Indias del padre Las Casas, este mismo acontecimiento –que suele ser registrado como el primer enfrentamiento guerrero entre los indígenas y los españoles–, resulta prácticamente igual al contado por el hijo de Colón, salvo que al capturar a la mujer y a los cuatro indios, se vio que uno de ellos, sólo uno de ellos, “tenía cortado su instrumento generativo”.

Pero aquí no termina el cuento. Miguel de Cuneo, un italiano, tal vez amigo de Colón desde la niñez y, al igual que éste, hijo también de un tejedor de lana, viajó a las Indias en 1493, siendo uno de los 1200 tripulantes que en una de las 17 naves acompañó a Colón en su segundo viaje, permaneciendo en las Indias hasta febrero de 1495.

Pues bien, él también da su versión del cuento narrado por Mártir, Hernando Colón y Las Casas. Lo escribió en octubre de 1495, en una carta dirigida al “noble señor Jerónimo Annari”, con lo cual la versión de Cuneo es anterior a las tres ya citadas.

Para él, en la canoa que parecía un “bergantín bien armado”, viajan tres o cuatro hombres y dos mujeres caníbales (él los llama “cambalos”) y dos indios hecho esclavos, a los cuales “les habían cortado hacia poco también el miembro genital hasta el vientre”. El enfrentamiento guerrero, con ligeros matices diferenciales, relata la misma historia, sobresaliendo la anécdota del caníbal tirado al agua por creerlo muerto, y que de pronto se pone a nadar; los españoles lo capturan con un garfio, lo suben a la nave y le cortan la cabeza con un hacha. Cuneo también dice que a los tres caníbales vivos que quedaban, junto a los dos esclavos capados, los enviaron a España, lo que puede servir de respaldo a la versión de Martir de haberlos visto en Medina del Campo, con “su atroz y diabólico aspecto”.

Como colofón al cuento de la cacica y los capados, Cuneo incorpora un agregado personal muy pintoresco por la escasez de este tipo de testimonio en las crónicas: “Estando yo en la barca me apoderé de una mujer de los caníbales, muy hermosa, la cual el señor Almirante me regaló. Teniéndola en mi estancia, desnuda según es su costumbre, me asedió el deseo de solazarme con ella; deseándolo poner en ejecución y no admitiéndolo ella, me trató de tal manera con sus uñas, que jamás hubiese querido haber comenzado; visto lo cual, si he de deciros todo, tomé una cuerda y la azoté fuertemente, mientras ella daba gritos inauditos. Pero al final nos encontramos de acuerdo de tal manera, que para eso, os digo, parecía amaestrada en una escuela de putas.”

Pedro Mártir de Angleria, el autor del cuento que encabeza estas páginas, fue un sacerdote italiano, nacido entre 1455 y 1459, aposentado en la corte española desde 1488 hasta su muerte en 1526. En ella fue maestro de la nobleza cortesana, “corresponsal de guera” en la campaña de Granada contra los árabes, capellán de la reina Isabel, embajador español ante el sultán de Egipto (que contara en Legatio Babylonica) y, a la muerte de los reyes católicos, nombrado por Carlos V, en 1518, Consejero de Indias y en 1520, cronista.

Sus Décadas del Nuevo Mundo, son cartas escritas a personajes importantes de la nobleza italiana y de la corte papal, donde va registrando una especie de crónica de las Indias, que se ha considerado por su inmediatez muy próxima al estilo y el concepto del periodismo moderno. En ellas, en un lenguaje coloquial, va narrando el descubrimiento y la conquista de América, con información dada por el mismo Colón, por los conquistadores, por cartas, crónicas y relaciones de méritos. Su información es amplísima y los datos de sus décadas fundamentales para conocer los hechos históricos de América según se iban recibiendo en la Corte y en el Consejo de Indias.

La primera década se inicia en 1494 y la octava concluye en 1526, poco antes de su muerte. La primera década se publicó en 1511; se reimprimió la primera, agregando dos décadas más, en 1516; en 1521 se publicó la cuarta década; y en 1530, de forma póstuma, las ocho décadas que han llegado hasta nosotros. La primera edición en castellano, impresa en Madrid, es de 1892, y la segunda, impresa en Buenos Aires, en 1944. Existen otras dos ediciones próximas: la impresa en México por José Porrúa e hijos en 1964, con un estudio y apéndices de Edmundo O’Gorman y traducción de Agustín Millares Carlos; y la de la editorial Polifemo, impresa en Madrid en 1989, con introducción de Ramón Alba.


· Mártir de Anglería, Pedro: Décadas del Nuevo Mundo por..., primer cronista de Indias. Estudio y Apéndices por el Dr. Edmundo O'Gorman. Traducción del latín del Dr. Agustín Millares Carlo. José Porrúa e hijos, sucesores. Dos tomos. México, 1964. 792 págs.

· Colón, Hernando: Vida del Almirante don Cristóbal Colón, escrita por su hijo… Edición, prólogo y notas de Ramón Iglesia. Fondo de Cultura Económica. México, 1947. Págs. 149–150

· Colón, Hernando: Historia del Almirante. Introducción de Luis Arranz. Historia 16. Dos Tomos. Madrid, 1991. Ver Tomo I. Ver pág. 169.

· Cuneo, Miguel de: “Relación de…”, en: Carta de Particulares a Colón y Relaciones Coetáneas. Recopilación y edición de Juan Gil y Consuelo Varela. Alianza Editorial. Madrid, 1984. Ver págs. 241-242

· De las Casas, Fray Bartolomé: Obras escogidas de.... Historia de Las Indias. Texto fijado por Juan Pérez de Tudela y Emilio López Oto. Estudio crítico preliminar y edición de Juan Pérez de Tudela Bueso. Ediciones Atlas. Biblioteca de Autores Españoles... (continuación), 96. Dos tomos. Madrid, 1961. Ver tomo I, Págs. 248–249.

 

 

 

SE COMIERON A LOS CRISTIANOS

                                                                                                                                   Américo Vespucio

Plugo a Dios mostrarnos nueva tierra, y fue el día 17 de agosto (de 1501). Surgimos a media legua, botamos nuestros bateles y fuimos a ver si la tierra estaba habitada por gentes y qué tal eran. La encontramos habitada por gentes que eran peores que animales; sin embargo, V.M. entenderá que al principio no vimos gente, pero bien conocimos que estaba poblada, por las muchas señales que en ella vimos. Tomamos posesión de ella por este serenísimo Rey, y encontramos que la tierra era muy amena y verde y de buena apariencia; estaba cinco grados fuera de la línea equinoccial hacia el austro.

Por este día volvimos a las naves; y porque teníamos gran necesidad de agua y de leña acordamos tornar a tierra al día siguiente para proveernos de lo necesario; y estando en tierra, vimos unas gentes en la cumbre de un monte que nos estaban mirando y no se atrevían a descender.

Estaban desnudas y eran del mismo color y apariencia de las anteriores; y aunque estuvimos tratando de que vinieran a hablar con nosotros, jamás pudimos atraerlos, que no se fiaban de nosotros; y vista su obstinación y que ya era tarde, volvimos a las naves dejándoles en tierra a su alcance, muchos cascabeles, espejos y otras cosas. Y cuando nos alejamos en el mar, bajaron del monte y vinieron por las cosas que les habíamos dejado, de las cuales se admiraron mucho; y por este día no nos proveímos sino de agua.

A la mañana siguiente vimos desde las naves que las gentes de tierra hacían muchas humaredas, y pensando que nos llamaban, fuimos a tierra, donde encontramos que había venido gran multitud; y todavía estaban lejos de nosotros, y nos hacían señas de que fuésemos con ella tierra adentro.

Dos de los nuestros cristianos fueron a pedir al capitán que diese su licencia, pues deseaban arriesgarse a ir a tierra dentro con ellos para ver qué gentes eran, y si tenían alguna riqueza, o especiería, o droguería. Tanto suplicaron que el capitán estuvo conforme; y se prepararon con muchos objetos de rescate, separándose de nosotros con orden de que no tardasen más de cinco días en regresar, porque eso los esperaríamos; y tomaron su camino por tierra, y nosotros hacia las naves a esperarlos.

Casi todos los días venían gentes a la playa, pero nunca nos quisieron hablar. El séptimo día fuimos a tierra y encontramos que habían traído con ellos a sus mujeres, y así como saltamos a tierra, los hombres de la tierra mandaron a muchas de sus mujeres a hablar con nosotros; y viendo que no tenían confianza, acordamos mandarles a uno de nuestros hombres, que era un joven muy esforzado, y nosotros para ampararlo entramos en los bateles y él se fue hacia las mujeres. Cuando se llegó junto a ellas le hicieron un gran círculo alrededor, y tocándolo y mirándolo, se maravillaban.

Y estando en esto vimos venir una mujer del monte que llevaba un gran palo en la mano; y cuando llegó donde estaba nuestro cristiano, se le acercó por detrás y, alzando el garrote, le dio tan gran golpe que lo tendió muerto en tierra. En un instante las otras mujeres lo cogieron por los pies, y lo arrastraron así hacia el monte; los hombres corrieron hacia la playa con sus arcos y sus flechas a asaetarnos, e infundieron tanto miedo a la gente nuestra que estaba en tierra, surta con los bateles sobre las anclas, que ninguno acertaba a tomar las armas.

Sin embargo, les disparamos cuatro tiros de lombarda que no acertaron, salvo que oído el estampido todos huyeron hacia el monte, donde ya estaban las mujeres despedazando al cristiano, y en un gran fuego que habían hecho, lo estaban asando a nuestra vista, mostrándonos muchos pedazos y comiéndoselos.

Los hombres nos hacían señas con sus gestos, de cómo habían muerto a los otros dos cristianos y se los habían comido; lo que nos pesó mucho, viendo con nuestros ojos la crueldad que tenían para con el muerto, cosa que fue para todos una injuria intolerable; y teniendo el propósito, más de cuarenta de nosotros de saltar a tierra y vengar muerte tan cruel y acto bestial e inhumano, el capitán mayor no quiso consentirlo, y se quedaron ufanos de tanta afrenta.

Nos alejamos de ellos de mala gana, y con mucha vergüenza a causa de nuestro capitán.

Vespucio, Américo: “La lettera” (“Carta de Américo Vespucio”), en El Nuevo Mundo…, Estudio preliminar de Roberto Levillier. Editorial Nova. Buenos Aires, 1951. Pág. 251.

NOTA
¿Esta historia fue vivida realmente por Vespucio? ¿Realizó los cuatro viajes que reseñan sus cartas? Como en casi todo: se acepta o se rechaza. La trascendencia de la respuesta radica en que la aceptación casi justifica que el Nuevo Mundo descubierto para Europa haya recibido su nombre y no el apellido de Colón al bautizarse.

Esta disyuntiva se viene planteando y discutiendo desde poco después de la muerte de Colón (1506). La polémica se apoya en la amplia difusión de dos cartas de Vespucio, publicadas en 1503 o 1504, y 1505 o 1506, conocidas, como Mundus Novus y Lettera, respectivamente. El respaldo y el bautizo del continente parte del Mapamundi de Waldseemüller, dado a conocer en 1507, en el que por primera vez se daba el nombre de América a las nuevas tierras descubiertas por Colón, y donde, también, se agregaba el ya difundido texto de los cuatro viajes de Vespucio*.

En los años de estas ediciones, Vespucio vivía en España, y aunque se dice que la edición de las cartas y el mapamundi no circuló por España, Portugal y Florencia, alguna noticia debe haber recibido, aunque no se tenga noticia de algún comentario suyo al respecto.

En 1508, con precipitación –dice Arciniegas–, recae en Vespucio el cargo recién improvisado de Piloto Mayor de España, obligando a todos los pilotos, presentes o futuros, a recibir instrucción sobre el manejo del astrolabio y el cuadrante, y tener como comprobación de sus conocimientos, una carta firmada por Vespucio después de enseñarles las técnicas y de examinarlos y aprobarlos.

El punto agrio de la discusión –pruebas van y pruebas  vienen– radica, en los oponentes, en recalcar los numerosos errores contenidos en las cartas de Vespucio y, también, la imposibilidad de hallar documentos definitivos que respalden la veracidad de sus viajes; y en los partidarios, de llamar América al Nuevo Mundo, en señalar que el florentino fue el primero en darse cuenta de que lo encontrado por Colón no era parte de Asia, sino un nuevo continente ignorado por los europeos hasta 1493; además, agregan, mientras Colón en sus dos primeros viajes sólo dio vueltas en torno a las islas del Caribe, Vespucio llegó al continente americano varios meses antes del tercer viaje colombino cuando, por vez primera, llega el almirante al borde continental de América del Sur, sin reconocer –nunca lo haría– que esas tierras no pertenecían a Asia.

La historia, los historiadores que han trabajado el tema del descubrimiento de América y los viajes de Colón y de Vespucio, se hayan irreconciliablemente divididos. Pero si elementos temporales y geográficos han sido los argumentos fundamentales de la discusión, desde hace poco está interviniendo un nuevo factor: el literario. La frase de Todorov muy bien puede dar la esencia del nuevo aporte: “Colón escribe documentos; Américo, literatura.”  En uno hay la voluntad de atraer al lector, de encantarlo con técnicas precisas, y de combinar los elementos propios del Nuevo Mundo en la mezcla más atinada para captar su atención; en el otro hay la prosa fría de un informe oficial. Uno ofrece resultados prácticos (oro, especies, esclavos), el otro es incapaz de preocuparse por algo tan material e intrascendente para la cultura europea: él mira las estrellas, las corrientes marítimas, las coordenadas geográficas. Colón es el Medioevo, Vespucio ya es un hombre renacentista.

Recuérdese cualquier descripción de indígenas en la síntesis del Diario del primer viaje de Colón,  y compárese la pintoresca, exótica, asombrosa, sorprendente de Vespucio sobre el mismo tema:
 
"En aquellos países hemos encontrado tal multitud de gentes, que nadie podría enumerar, como se lee en el Apocalipsis. Todos de uno y otro sexo van desnudos, no se cubren ninguna parte del cuerpo y así como han salido del vientre de la madre, así hasta la muerte van.

Tienen cuerpos grandes, bien plantados y proporcionados, tirando al rojo, lo cual pienso les acontece porque andando desnudos son teñidos por el sol. Tienen los cabellos abundantes y negros, son ágiles en el andar y en los juegos, de una franca y hermosa cara que ellos mismos destruyen. Pues se perforan las narices, los labios y las orejas. He visto muchos que tienen en la cara siete perforaciones, cada una de las cuales tenia el tamaño de una ciruela. Y cierran ellos estas perforaciones con piedras cerúleas, marmóreas y de alabastro.

Otra costumbre hay entre ellos muy atroz y fuera de toda credulidad humana, pues siendo sus mujeres lujuriosas hacen hinchar los miembros de sus maridos de tal manera que parecen deformes y brutales. Y eso con un cierto artificio suyo y la mordedura de ciertos animales venenosos, y por causa de ellos muchos lo pierden y quedan eunucos.

Aun estuve veintisiete días en una cierta ciudad donde ví en las casas la carne humana salada y colgada de las vigas, como entre nosotros se usa ensartar el tocino y la carne de cerdo. Digo mucho más, que ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos y no usamos su carne en las comidas, la cual dicen que es sabrosísima. Sus armas son el arco y la flecha. Cuando se enfrentan en batalla no se cubren ninguna parte del cuerpo, de modo que aun en esto son semejantes a las bestias."

Es probable que fragmento más difundido en antologías sea el referido al encuentro de Vespucio con los gigantes. Es un cuento jalado de los pelos y muchos historiadores opinan que ese ficticio encuentro desvaloriza la validez de sus viajes.

El cuento que aquí se ha incluido es muy probable que también nazca de alguna deformación o una voluntad de volver mas terrible un hecho de menos contundencia. Sin embargo, la historia es, en este tema, la más próxima al espíritu de las cartas conocidas de Vespucio.  

Vespucio, Américo: El Nuevo Mundo…, Estudio preliminar de Roberto Levillier. Editorial Nova. Buenos Aires, 1951..

*Además de las dos cartas publicadas en vida de Vespucio, se han encontrado cuatro más tratando el mismo tema, pero sin alcanzar el significado de las dos publicadas a principios del siglo XVI.

 

 

 



 
EL NADADOR Y LA RAYA GIGANTE
                                                                                                               Gonzalo Fernández de Oviedo

En el capítulo XXXII hice memoria de aquel nuevo tratado que un caballero docto ha escrito, llamado Silva de varia lección, y en la verdad, a mi gusto, es una de los que más contentamiento me han dado de las que he visto en nuestra lengua castellana. Y entre las otras gentilezas y admirables casos que han pasado, hace memoria del nadar de un hombre, de donde le parece que tuvo origen la fábula de peje Nicolao; y trae a consecuencia algunas historias de grandes nadadores, y en especial de un hombre llamado el pece Colan, natural de la ciudad de Cathania en Sicilia, y de otros, como lo podréis ver lector en el tratado que he dicho.

Y esto ha sido causa para acordarme de poner aquí un depósito, en tanto que llegáremos al libro XIII de esta parte primera de la General Historia de las Indias, porque allí en el capítulo XII lo entiendo escribir más largo [1].
 
Supe, y fue así verdad, que a un hombre de bien llamado Andrea de la Roca, vecino de la ciudad de Panamá, le acaeció un caso que me hace pensar que en el ejercicio del nadar dejó á este hombre experimentado y aprobado por el mayor nadador que hoy vive, ni ha habido grandes tiempos ha. A mi parecer todo lo que aquel caballero Pedro Mexía escribe en su Silva de varia lección de aquellos grandes nadadores que allí pone, todo es poco en comparación de lo que ahora diré; porque de nadar un hombre por su placer ó por necesidad, hay mucha diferencia a llevarlo atado y arrastrando debajo del agua por la fuerza de un grandísimo animal marítimo, que los tales son de tanta velocidad, que ningún ligero caballo o ciervo en la tierra no es tan suelto ni ligero.

He visto yo muchas veces en ese grande mar Océano ir una nao cargada de todas velas y con mar bonanza, y largo y recio viento, y tal que en un día puede andar cien leguas y más, y andan los tiburones, y los marraxos, y toñinas y los dorados y otros pescados a par de la nao, y le dan muchas vueltas en torno, y andan tanto y mucho más que la nao, cuanto un hombre muy ligero correrá más que un niño de tres años; y me parece que es mucho más, sin comparación, lo que tales pescados corren más que las naos, por muy veleras que sean.

Pues habido esto por máxima, oíd, lector, un caso que en esta materia del nadar es muy extremado y para espantar; y muchos son al presente que saben lo que ahora diré, y que ellos y yo conocemos á este Andrea de la Roca: el cual, como hombre de la mar, tenía cargo, como mayordomo, de andar mirando los indios de la pesquería de las perlas en la isla de Terarequi, que es en la costa de la mar del Sur, a quince leguas de Panamá.

Un día, por su placer, quiso ir á pescar, como otras veces, por arponear algún buen pescado desde su canoa, y vio una raya ó manta y le tiró el arpón con una buena asta, e hirió la manta: la cual, incontinenti, con la mayor presteza que decirse puede, viéndose herida se metió para el profundo del agua, y el cordel del arpón, saliendo tras el pescado con el mismo ímpetu, desastradamente, se asió de tal forma a un pie del Andrea, que le arrebató y llevó tras sí fuera de la canoa; y arrastrando le llevó la raya más de una legua.

Y en aquella legua se puede decir que nadó más de quince, porque muchas veces le metió la raya cincuenta y cien brazas debajo del agua; é tuvo tanto esfuerzo y aliento y sentido, que, como era mancebo recio é grandísimo nadador, se supo asir del cordel, para que el pié pudiese, aflojando algo la cuerda, sacarle del lazo en que iba asido. Pero a lo que en esto se pudo alcanzar, según el juicio de los más, fue que como el arpón se trabó bien con los huesos de la raya, y la herida bastó para matarla, en aquel espacio que corrió arrastrando al pescador, ella, desangrada, se debilitó y aflojó después su curso, y él tuvo lugar de desasirse y dejar la cuerda.

Yo tengo por más cierto que su maña ni su habilidad de él ni de otro no bastará para dejar de ahogarse, si no fuera socorrido de la Madre de Dios, a la cual, según él mismo me dijo después, se [2]encomendó tan devotamente como su necesidad lo requería. Y de donde sacó el pie del cordel a la superficie del agua, subió más de treinta brazas, y se fue nadando hacia donde vio su canoa más de una legua apartada de él con sus indios, los cuales le recogieron desde a más de dos horas después que la raya le sacó de ella. Esto pasó el año de mil e quinientos e diez y nueve donde es dicho.

Y porque podrá parecer dudoso a muchos poder estar un hombre debajo del agua tanto tiempo y en especial con tanta necesidad y trabajo, platicando yo con él en esto, me dijo que más de veinte veces entró debajo del agua e salió encima. Pero a muchos es público en aquella tierra, que todas las veces que este hombre quería estar una hora debajo del agua, lo hacía; mas, cómo yo no he visto, aunque le he tratado y le conozco, no quiero, en esto del tiempo de estar debajo del agua, persuadir al lector que lo crea ni que lo dude. Mas creyendo, como es verdad, lo que está dicho, por ahí se debe entender la habilidad que este hombre tenía en tal ejercicio.

La manta o raya me dijo que era tan grande, como un repostero que estaba colgado en casa del gobernador Pedrarias Dávila, donde estábamos cuando él me informó de lo que es dicho, el año de mil y quinientos y veinte y uno, en la dicha ciudad de Panamá: que por lo menos podría tener dos varas y media de ancho y tres de caída, que son cuarenta y cuatro palmos en circuito; y así por esta grandor grande de estas rayas, les quitan los marineros su nombre y las llaman mantas.

Fernández de Oviedo, Gonzalo: Historia general y natural de las Indias. Edición y estudio preliminar de Juan Pérez de Tuleda Bueso. Biblioteca de Autores españoles. Ediciones Atlas. Madrid, 1992. Pág. 196-197.

NOTA
En su Antología del cuento panameño, Rodrigo Miró, el gran crítico panameño y poeta señero de su país, arriesga un concepto y una clasificación bastante desacertada a fin de situar el inicio de la historia literaria de Panamá en los lejanos tiempos de la conquista.

Otro crítico literario de su país, Franz García de Córdoba, se ocupa de discrepar y exponer las razones justificativas que podrían haber llevado a Miró a exponer esas ideas.

Dado que la exposición y la réplica de ambos críticos tratan al cuento y al autor de manera certera, citarlos con amplitud ya es suficiente para cumplir con la estructura de esta antología del cuento hispanoamericano en las Indias.      

“En la obra de los primitivos cronistas de Indias está la proto-novela de América, se ha dicho. La opinión gana cada día terreno entre los estudiosos de nuestra historia literaria, y merece meditarse. Porque la versión que nos da el español de entonces de su experiencia en este de verdad nuevo mundo es de tal manera fabulosa, que difícil resulta establecer la línea divisoria entre la hazaña imaginada y 1o que fue heroica y trabajosa empresa humana. A esa zona ambigua donde se mezclan realidad y fantasía pertenece el encantador relato —nuestro primer cuento— de don Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, maestro de cronistas, clásico historiador de Indias.

En verdad, se trata de un relato magistral, que la vocación narradora de don Gonzalo adorna con las galas de una feliz fantasía, pero en cuyo fondo de suceso real está el tema inigualable para el cuentista. Y aún motivo para la curiosidad del hombre interesado en las letras panameñas de hoy, que alguna vez ensayó explicarse la ausencia del mar en nuestra literatura…

Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés nació en Madrid, en Agosto de 1478. Cortesano en su juventud, fue luego soldado en Italia, donde conoció a Leonardo, a Ticiano, a Miguel Ángel. Su carrera en tierras de América se inició cuando, en 1514, formó parte de la expedición de Pedrarias, con el cargo de Veedor de las Fundiciones de Oro de Tierra Firme.


En 1515 viajó a España, para retornar al Istmo en 1520, acompañado ahora de mujer (su segunda esposa) e hijos, y nombrado Regidor Perpetuo de Santa María la Antigua y Escribano General.

Trasladado el gobierno a la recién fundada ciudad de Panamá, Oviedo quedó en Darién. Allí construyó su casa, “en la cual se pudiera aposentar un príncipe, con buenos aposentos altos y bajos y con un hermoso huerto de muchos naranjos y otros árboles, sobre la ribera de un gentil río que pasa por aquella ciudad”. En Santa María perdió a uno de sus hijos y a su esposa.

En 1523 tornó por segunda vez a España, llevando el manuscrito de la primera parte de su Historia. Volvió a Panamá con Pedro de los Ríos en 1526 y aquí permaneció, con ligeras ausencias, hasta 1529. A partir de entonces ya no regresó al Istmo, aunque vivió muchos años más en el Nuevo Mundo. Muy viejo, murió en Valladolid, en 1557, dejando una obra escrita que ha dado inmortalidad a su nombre.

La figura de Oviedo, típico español renacentista, tiene especial significación para los panameños. Sus años de residencia entre nosotros le vincularon a la tierra, a la que profesó verdadero cariño. Por otra parte, por su significación cultural es el lógico patrón de nuestros historiadores y hombres de letras”.

Hasta aquí Rodrigo Miró.

Por su parte, un distinguido crítico e historiador de la literatura panameña, Franz García de Paredes, en su Antología del cuento panameño, discrepa de la opinión de Miró con argumentos que parecen correctos y definitorios:

“Al empezar el panorama del cuento panameño propiamente dicho, Rodrigo Miró advierte que como homenaje a Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés incluye el capítulo XXXVIII del libro Sexto de la Historia General y Natural de las Indias, que contiene un relato del gran humanista, y, según Miró, el primer cuento panameño.

Es importante recalcar aquí que Miró, además de rendir homenaje a Fernández de Oviedo, califica su relato como el primer cuento panameño. Es extraño que Miró utilice un texto que no corresponde genéricamente a lo que entendemos por cuento, convirtiéndolo en lo que ahora, parodiando a Luis Alberto Sánchez, llamaríamos un “protocuento”.

Esta indeterminación genérica se produce, creo yo, no por inconsistencia teórica de Miró sino por un loable intento de sustituir la pobreza y escasez del género cuentístico en el devenir histórico de Panamá, privilegiando un texto que, pese a exhibir ciertas semejanzas que lo podrían acercar al cuento, está inserto en un discurso narrativo que posee características genéricas propias. En realidad el cuento panameño propiamente tal aparece en 1890, como lo señala el propio Miró, con la generación modernista compuesta por Salomón Ponce Aguilera, Simón Rivas, Darío Herrera, etc.”

Miró Grimaldo, Rodrigo: El cuento en Panamá//García de Paredes, Franz: Panamá: cuentos escogidos. Autoridad del Canal de Panamá. Biblioteca de la Nacionalidad. Edición conmemorativa de la transferencia del Canal a Panamá. Panamá, 1999.  


 
[1] Oviedo no vuelve a ocuparse de este nadador panameño. Y en la primera parte de su historia, no existe en el libro XIII de la Parte primera el capítulo XII.
 
 
 


LUCÍA DE MIRANDA
                          
                                                                                                                     Ruy Díaz de Guzmán

Partido Sebastián Gaboto para España con mucho sentimiento de los que quedaban, por ser un hombre afable, de gran valor y prudencia, muy experto y práctico en la cosmografía, como de él se cuenta; luego el capitán don Nuño procuró conservar la paz que tenía con los naturales circunvecinos, en especial con los indios Timbús, gente de buena masa y voluntad; con cuyos dos principales caciques siempre la conservó, y ellos acudiendo a buena correspondencia de ordinario proveían a los españoles de comida, que como gente labradora nunca les faltaba.

Estos dos caciques eran hermanos, el uno llamado Mangoré, y el otro Siripo, mancebos ambos como de treinta a cuarenta años, valientes y expertos en la guerra, y así de todos muy temidos y respetados, y en particular el Mangoré el cual en esta ocasión se aficionó de una mujer española que estaba en la fortaleza, llamada Lucía de Miranda, casada con un Sebastián Hurtado, naturales de Écija.

A esta señora hacía este cacique muchos regalos, y socorría de comida, y ella de agradecida le hacia amoroso tratamiento; con que vino el bárbaro a aficionársele tanto, y con tan desordenado amor, que intentó de hurtarla por los medios a él posibles: y convidando a su marido, a que se fuese a entretener a su pueblo, y a recibir de él buen hospedaje y amistad, con buenas razones se negó: y visto que por aquella vía no podía salir con su intento, y la compostura, honestidad de la mujer, y recato del marido, vino a perder la paciencia con grande indignación y mortal pasión, con la que ordenó con los españoles, debajo de amistad, una alevosía y traición, pareciéndole que por este medio sucedería el negocio de manera que la pobre señora viniese a su poder: para cuyo efecto persuadió al otro cacique su hermano, que no les convenía dar la obediencia al español tan de repente, porque con estar en sus tierras, eran tan señores y resolutos en sus cosas que en pocos días le supeditarían todo, como las muestras lo decían, y si con tiempo no se prevenía este inconveniente, después cuando quisiesen no lo podrían hacer, conque quedarían sujetos a perpetua servidumbre; para cuyo efecto su parecer era, que el español fuese destruido y muerto, y asolado el fuerte, no perdonando la ocasión cuando el tiempo la ofreciese: a lo cual el hermano respondió, que cómo era posible tratar él cosa semejante contra los españoles, habiendo profesado siempre su amistad, y siendo tan aficionado a Lucía; que el de su parte no tenía intento ninguno de hacerlo, porque a más de no haber recibido del español ningún agravio, antes todo buen tratamiento y amistad, no hallaba causa para tomar las armas contra él: a lo cual el Mangoré replicó con indignación que así convenía se hiciese por el bien común, y porque era gusto suyo, a que como buen hermano debía condescender.

De tal suerte supo persuadir al hermano, que vino a, condescender con él, dejando el negocio tratado entre sí para tiempo más oportuno: el cual no mucho después se lo ofreció la fortuna conforme a su deseo, y fue: que habiendo necesidad de comida en el fuerte despachó el capitán don Nuño 40 soldados en un bergantín en compañía del capitán Ruiz García, para que fuesen por aquellas islas a buscar comida, llevando por orden, se volviesen con toda brevedad con todo lo que pudiesen recoger.

Salido pues el bergantín, tuvo el Mangoré por buena esta ocasión, y también por haber salido con los demás Sebastián Hurtado, marido de Lucía; y así luego se juntaron por orden de sus caciques más de cuatro mil indios, los cuales se pusieron de emboscada en un sauzal, que estaba media legua del fuerte a la orilla del río, para con más facilidad conseguir su intento, y fuese más fácil la entrada en la fortaleza: salió el Mangoré con 30 mancebos muy robustos cargados de comida, pescado, carne, miel, manteca y maíz, con lo cual se fue al fuerte, donde con muestras de amistad lo repartió, dando la mayor parte al capitán y oficiales, y lo restante a los soldados, de que fue muy bien recibido y agasajado de todos, aposentándole dentro del fuerte, aquella noche: en la cual, reconociendo el traidor que todos dormían excepto los que estaban de posta en las puertas, aprovechándose de la ocasión, hicieron seña a los de la emboscada, los que con todo silencio llegaron al muro de la fortaleza, y a un tiempo los de dentro y los de fuera cerraron con los guardas, y pegaron fuego a la casa de munición, con que en un momento se ganaron las puertas, y a su salvo, matando los guardas, y a los que encontraban de los españoles, que despavoridos salían de sus aposentos a la plaza de armas, sin poderse de ninguna manera incorporar unos con otros; porque como era grande la fuerza del enemigo cuando despertaron, a unos por una parte, a otros por otra, y a otros en las camas los mataban y degollaban sin ninguna resistencia, excepto de algunos pocos, que valerosamente pelearon: en especial don Nuño de Lara, que salió a la plaza haciéndola con su rodela y espada por entre aquella gran turba de enemigos, hiriendo y matando muchos de ellos, acobardándolos de tal manera que no había ninguno que osase llegar a él viendo que por sus manos eran muertos; y visto por los caciques o indios valientes, haciéndose a fuera comenzaron a tirarle con dardos y lanzas, con que le maltrataron, de manera que todo su cuerpo estaba harpado y bañado en sangre; y en esta ocasión el sargento mayor con una alabarda, cota, y celada se fue a la puerta de la fortaleza, rompiendo por los escuadrones, entendiendo poderse señorear de ella, ganó hasta el umbral, donde hiriendo a muchos de los que la tenían ocupada, y él asimismo recibiendo muchos golpes de ellos, aunque hizo gran destrozo matando muchos de los que le cercaban, de tal manera fue apretado de ellos, tirándole gran número de flechería, que fue atravesado su cuerpo y así cayó muerto, y en esta misma ocasión, el alférez Oviedo con algunos soldados de su compañía, salieron bien armados, y cerraron con gran fuerza de enemigos que estaban en la casa de munición, por ver si la podían socorrer, y apretándoles con mucho valor, fueron mortalmente heridos y despedazados, sin mostrar flaqueza hasta ser muertos, vendiendo sus vidas a costa de infinita gente bárbara, que se las quitaron.

En este mismo tiempo el capitán don Nuño procuraba acudir a todas partes herido por muchas y desangrado, sin poder remediar nada, con valeroso ánimo se metió en la mayor fuerza de enemigos, donde encontrando con el Mangoré le dio una gran cuchillada, y asegurándole con otros dos golpes le derribó muerto en tierra; y continuando con grande esfuerzo y valor, fue matando otros muchos caciques e indios, con que ya muy desangrado y cansado con las mismas heridas, cayó en el suelo donde los indios le acabaron de matar, con gran contento de gozar de la buena suerte en que consistía el buen efecto de su intento; y así con la muerte de este capitán fue luego ganada la fuerza, y toda ella destruida sin dejar hombre a vida, excepto cinco mujeres que allí había, con la muy cara Lucía de Miranda y algunos tres o cuatro muchachos, que por serlo no los mataron, y fueron presos y cautivos: y haciendo montón de todo el despojo, para repartirlo entre toda la gente de guerra, aunque esto más se hace para aventajar a los valientes y para que los caciques y principales escojan y tomen para sí lo que mejor les parece; lo que hecho, visto por Siripo la muerte de su hermano, y la dama que tan cara le costaba, no dejó de derramar muchas lágrimas, considerando el ardiente amor que le había tenido, y el que en su pecho iba sintiendo tener a esta española; y así de todos los despojos que aquí se ganaron, no quiso por su parte tomar otra cosa, que por su esclava a la que por otra parte era señora de los otros; la cual puesta en su poder, no podía disimular el sentimiento de su gran miseria con lágrimas de sus ojos; y aunque era bien tratada y servida de los criados de Siripo, no era eso parte para dejar de vivir con mucho desconsuelo, por verse poseída de un bárbaro: el cual viéndola tan afligida, un día por consolarla la habló con muestra de grande amor, y le dijo: de hoy en adelante, Lucía, no te tengas por mi esclava sino por mi querida mujer, y como tal, puedes ser señora de todo cuanto tengo, y hacer a tu voluntad de hoy para siempre; y junto con esto te doy lo más principal, que es el corazón: las cuales razones afligieron sumamente a la triste cautiva, y pocos días después se le acrecentó más el sentimiento con la ocasión que de nuevo se le ofreció, y fue, que en este tiempo trajeron los indios corredores preso ante Siripo a Sebastián Hurtado, el cual habiendo vuelto con los demás del bergantín al puesto de la fortaleza, saltando en tierra la vio asolada y destruida, con todos los cuerpos de los que allí se mataron, y no hallando entre ellos el de su querida mujer, y considerando el caso se resolvió a entrarse entre aquellos bárbaros, y quedarse cautivo con su mujer, estimando eso en más, y aun dar la vida, que vivir ausente de ella; y sin dar a nadie parte de su determinación se metió por aquella vega adentro, donde al otro día fue preso por los indios los cuales atadas las manos, lo presentaron a su cacique y principal de todos, el cual como le conoció, le mandó quitar de su presencia y ejecutarlo de muerte; la cual sentencia oída por su triste mujer, con innumerables lágrimas, rogó a su nuevo marido no se ejecutase, antes le suplicaba le otorgase la vida para que ambos se empleasen en su servicio, y como verdaderos esclavos, de que siempre estarían muy agradecidos; a lo que el Siripo condescendió por la grande instancia con que se lo pedía aquella, a quien él tanto deseaba agradar: pero con un precepto muy rigoroso, que fue, que so pena de su indignación y de costarles la vida, si por algún camino alcanzaba que se comunicaban, y que él daría a Hurtado otra mujer con quien viviese con mucho gusto y le sirviese; y junto con eso le haría él tan buen tratamiento como si fuera, no esclavo, sino verdadero vasallo y amigo; y los dos prometieron de cumplir lo que se les mandaba: y así se abstuvieron por algún tiempo sin dar ninguna nota.

Mas como quiera que el amor no se puede ocultar, ni guardar ley, olvidados de la que el bárbaro les puso, y perdido el temor, siempre que se les ofrecía ocasión no la perdían, teniendo siempre los ojos clavados el uno en el otro, como quienes tanto se amaban; y fue de manera que fueron notados de algunos de la casa, y en especial de un india, mujer que había sido muy estimada de Siripo, y repudiada por la española: la cual india movida de rabiosos celos, le dijo al Siripo con gran denuedo: «muy contento estás con tu nueva mujer, mas ella no lo está de ti, porque estima más al de su nación y antiguo marido, que a cuanto tienes y posees: por cierto, pago muy bien merecido, pues dejaste a la que por naturaleza y amor estabas obligado, y tomaste la extranjera y adúltera por mujer».

El Siripo se alteró oyendo estas razones, y sin duda ninguna ejecutara su saña, en los dos amantes, más lo dejó de hacer hasta certificarse de la verdad de lo que se le decía; y disimulando andaba de allí adelante con cuidado por ver si podía cogerlos juntos, o como dicen, con el hurto en las manos: al fin se le cumplió su deseo, y cogidos con infernal rabia, mandó hacer un gran fuego y quemar en él a la buena Lucía; y puesta en ejecución la sentencia, ella la aceptó con gran valor, sufriendo el incendio, donde acabó su vida como verdadera cristiana, pidiendo a Nuestro Señor hubiese misericordia y perdonase sus grandes pecados; y al instante el bárbaro cruel mandó asaetear a Sebastián Hurtado, y así lo entregó a muchos mancebos, los cuales, atado de pies y manos, lo amarraron a un algarrobo y fue flechado de aquella bárbara gente, hasta que acabó su vida arpado todo el cuerpo y puestos los ojos en el cielo, suplicaba a Nuestro Señor le perdonase sus pecados, de cuya misericordia, es de creer, están gozando de su santa gloria marido y mujer: todo lo cual sucedió en el año de 1532.
 
Argentina, por Ruy Díaz de Guzmán, Edición de Enrique de Gandía. Historia 16. Madrid, 1986. p. 122.

NOTA
Ruy Díaz de Guzmán, nació en Asunción, Paraguay, en 1558, y falleció en la misma ciudad en 1629. Fue hijo de un capitán español y de una de varias las hijas mestizas de Domingo Martínez de Irala. Tuvo una vida andariega y agitada. Desde muy joven participó en expediciones de exploración, conquista, y pacificación o derrota de sublevaciones indígenas. Ocupó altos cargos políticos y militares. Tuvo gran interés en colonizar y hacer más permanentes los pueblos ya creados, en los que vivían pequeños grupos de viejos conquistadores del trabajo de los indios en sus encomiendas.

Un enemigo político lo acusó de ser arrogante, obstinado, ambicioso, que trataba mal a los vecinos y soldados, y no admitía parecer ni consejo de nadie por creerse superior a todos. Como indica Gandía, “nadie lo acusó de falta de honradez ni de ningún delito. Era, sin duda, un hombre de mal carácter que no toleraba la ignorancia ni las vanidades de tantos incapaces”.

Se supone que desde su traslado de Asunción a Buenos Aires en 1599 por orden del gobernador, y después a Tucumán y a La Plata desempeñando también cargos públicos, Díaz de Guzmán debió recordar todo el mundo de su infancia, en el que escuchaba las hazañas de sus abuelos y de sus tíos, y así tuvo la idea, o el sentimiento, de recuperar la memoria de lo sucedido durante los ochenta y dos años transcurridos desde el inicio del descubrimiento, población y conquista de las provincias del Río de la Plata, del que nadie hasta ese momento había escrito.

En el prólogo del libro, Díaz de Guzmán cuenta que desde su decisión de asumir ese tarea, se puso a “inquirir los sucesos de más momentos que me fuera posible, tomando relación de algunos antiguos conquistadores y personas de crédito, con otras que yo fui testigo” (Gandía opina que también debió consultar documentos en Buenos Aires y Asunción, leer a los cronistas con obra publicada en su tiempo, pero no el aún desconocido libro de Schmidl en alemán. No especifica si llegó a sus manos, la historia en verso, La Argentina, de su amigo, el sacerdote Barco de Centenera, publicada en Lisboa en 1602).

Anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata, fue el titulo original del manuscrito del libro de Díaz de Guzmán. Después se lo conoció como La Argentina manuscrita, y recién en 1835 fue publicado por Pedro de Angelis utilizando una de las seis copias que pudo encontrar (a todas les faltan las mismas páginas, lo que demuestra que todas ellas provienen de un manuscrito original hoy perdido, siendo la copia de Asunción la mejor de ellas). Al final de los textos manuscritos, se hace referencia a un “libro siguiente”, que se ignora si se perdió o nunca llegó a escribirse.

A pesar de que el libro de Díaz de Guzmán reúne en sí una serie de cualidades, en su erudita edición de 1914, Paul Groussac calificó al autor como un historiador poco digno de ser tomado en cuenta, y consideró al libro plagado de errores; también supuso que el original debió ser corregido y enmendado por algún cura, y acusó al autor de alterar los hechos que dejaban en mala posición a sus parientes, a Cabeza de Vaca y Martínez de Irala en especial.

Las investigaciones históricas modificaron el duro juicio de Groussac y se consideró a Díaz de Guzmán como el fundador de la historiografía de Argentina, Paraguay y Uruguay, y, dejando de lado algunos errores de fechas, es una fuente histórica de primer orden para esos territorios, que es imposible dejar de consultar.

“Lucía Miranda” es una famosa historia que incluye Díaz de Guzmán en su libro. La crítica, en general, acepta la idea de que el drama fue una invención del historiador. No viajaron mujeres en la expedición de Caboto de 1526 y por lo tanto resultaba imposible que existiera Lucia Miranda. Para la literatura, opinan algunos comentaristas, no tiene la más mínima importancia la verdad o la ficción de la mujer de la que se enamoraron dos poderosos caciques.

Es un buen cuento y ha servido de punto de partida para la recreación de lo sucedido, incluso en el siglo XX. Gandía, como historiador, trata de salvar la “historia” y aumenta diez años a la fecha dada por Díaz de Guzmán, y recurre al viaje de Pedro de Mendoza en 1536, en el que sí viajaron mujeres. Su opinión se apoya en la idea de que “Díaz de Guzmán no era novelista ni cuentista. No tenía imaginación ni necesidad de crear semejante episodio. De algún lado debió salir ese argumento”.

En resumen, si se acepta que Díaz de Guzmán inventó el cuento, resulta, de hecho, el primer novelista o cuentista de Paraguay y Río de la Plata; si Gandía tiene razón, habrá que esperar el hallazgo de nuevos documentos sobre el viaje de Mendoza en 1536 y revisar si entre los viajeros se menciona a Lucia Miranda.