sábado, 11 de mayo de 2013



LUCÍA DE MIRANDA
                          
                                                                                                                     Ruy Díaz de Guzmán

Partido Sebastián Gaboto para España con mucho sentimiento de los que quedaban, por ser un hombre afable, de gran valor y prudencia, muy experto y práctico en la cosmografía, como de él se cuenta; luego el capitán don Nuño procuró conservar la paz que tenía con los naturales circunvecinos, en especial con los indios Timbús, gente de buena masa y voluntad; con cuyos dos principales caciques siempre la conservó, y ellos acudiendo a buena correspondencia de ordinario proveían a los españoles de comida, que como gente labradora nunca les faltaba.

Estos dos caciques eran hermanos, el uno llamado Mangoré, y el otro Siripo, mancebos ambos como de treinta a cuarenta años, valientes y expertos en la guerra, y así de todos muy temidos y respetados, y en particular el Mangoré el cual en esta ocasión se aficionó de una mujer española que estaba en la fortaleza, llamada Lucía de Miranda, casada con un Sebastián Hurtado, naturales de Écija.

A esta señora hacía este cacique muchos regalos, y socorría de comida, y ella de agradecida le hacia amoroso tratamiento; con que vino el bárbaro a aficionársele tanto, y con tan desordenado amor, que intentó de hurtarla por los medios a él posibles: y convidando a su marido, a que se fuese a entretener a su pueblo, y a recibir de él buen hospedaje y amistad, con buenas razones se negó: y visto que por aquella vía no podía salir con su intento, y la compostura, honestidad de la mujer, y recato del marido, vino a perder la paciencia con grande indignación y mortal pasión, con la que ordenó con los españoles, debajo de amistad, una alevosía y traición, pareciéndole que por este medio sucedería el negocio de manera que la pobre señora viniese a su poder: para cuyo efecto persuadió al otro cacique su hermano, que no les convenía dar la obediencia al español tan de repente, porque con estar en sus tierras, eran tan señores y resolutos en sus cosas que en pocos días le supeditarían todo, como las muestras lo decían, y si con tiempo no se prevenía este inconveniente, después cuando quisiesen no lo podrían hacer, conque quedarían sujetos a perpetua servidumbre; para cuyo efecto su parecer era, que el español fuese destruido y muerto, y asolado el fuerte, no perdonando la ocasión cuando el tiempo la ofreciese: a lo cual el hermano respondió, que cómo era posible tratar él cosa semejante contra los españoles, habiendo profesado siempre su amistad, y siendo tan aficionado a Lucía; que el de su parte no tenía intento ninguno de hacerlo, porque a más de no haber recibido del español ningún agravio, antes todo buen tratamiento y amistad, no hallaba causa para tomar las armas contra él: a lo cual el Mangoré replicó con indignación que así convenía se hiciese por el bien común, y porque era gusto suyo, a que como buen hermano debía condescender.

De tal suerte supo persuadir al hermano, que vino a, condescender con él, dejando el negocio tratado entre sí para tiempo más oportuno: el cual no mucho después se lo ofreció la fortuna conforme a su deseo, y fue: que habiendo necesidad de comida en el fuerte despachó el capitán don Nuño 40 soldados en un bergantín en compañía del capitán Ruiz García, para que fuesen por aquellas islas a buscar comida, llevando por orden, se volviesen con toda brevedad con todo lo que pudiesen recoger.

Salido pues el bergantín, tuvo el Mangoré por buena esta ocasión, y también por haber salido con los demás Sebastián Hurtado, marido de Lucía; y así luego se juntaron por orden de sus caciques más de cuatro mil indios, los cuales se pusieron de emboscada en un sauzal, que estaba media legua del fuerte a la orilla del río, para con más facilidad conseguir su intento, y fuese más fácil la entrada en la fortaleza: salió el Mangoré con 30 mancebos muy robustos cargados de comida, pescado, carne, miel, manteca y maíz, con lo cual se fue al fuerte, donde con muestras de amistad lo repartió, dando la mayor parte al capitán y oficiales, y lo restante a los soldados, de que fue muy bien recibido y agasajado de todos, aposentándole dentro del fuerte, aquella noche: en la cual, reconociendo el traidor que todos dormían excepto los que estaban de posta en las puertas, aprovechándose de la ocasión, hicieron seña a los de la emboscada, los que con todo silencio llegaron al muro de la fortaleza, y a un tiempo los de dentro y los de fuera cerraron con los guardas, y pegaron fuego a la casa de munición, con que en un momento se ganaron las puertas, y a su salvo, matando los guardas, y a los que encontraban de los españoles, que despavoridos salían de sus aposentos a la plaza de armas, sin poderse de ninguna manera incorporar unos con otros; porque como era grande la fuerza del enemigo cuando despertaron, a unos por una parte, a otros por otra, y a otros en las camas los mataban y degollaban sin ninguna resistencia, excepto de algunos pocos, que valerosamente pelearon: en especial don Nuño de Lara, que salió a la plaza haciéndola con su rodela y espada por entre aquella gran turba de enemigos, hiriendo y matando muchos de ellos, acobardándolos de tal manera que no había ninguno que osase llegar a él viendo que por sus manos eran muertos; y visto por los caciques o indios valientes, haciéndose a fuera comenzaron a tirarle con dardos y lanzas, con que le maltrataron, de manera que todo su cuerpo estaba harpado y bañado en sangre; y en esta ocasión el sargento mayor con una alabarda, cota, y celada se fue a la puerta de la fortaleza, rompiendo por los escuadrones, entendiendo poderse señorear de ella, ganó hasta el umbral, donde hiriendo a muchos de los que la tenían ocupada, y él asimismo recibiendo muchos golpes de ellos, aunque hizo gran destrozo matando muchos de los que le cercaban, de tal manera fue apretado de ellos, tirándole gran número de flechería, que fue atravesado su cuerpo y así cayó muerto, y en esta misma ocasión, el alférez Oviedo con algunos soldados de su compañía, salieron bien armados, y cerraron con gran fuerza de enemigos que estaban en la casa de munición, por ver si la podían socorrer, y apretándoles con mucho valor, fueron mortalmente heridos y despedazados, sin mostrar flaqueza hasta ser muertos, vendiendo sus vidas a costa de infinita gente bárbara, que se las quitaron.

En este mismo tiempo el capitán don Nuño procuraba acudir a todas partes herido por muchas y desangrado, sin poder remediar nada, con valeroso ánimo se metió en la mayor fuerza de enemigos, donde encontrando con el Mangoré le dio una gran cuchillada, y asegurándole con otros dos golpes le derribó muerto en tierra; y continuando con grande esfuerzo y valor, fue matando otros muchos caciques e indios, con que ya muy desangrado y cansado con las mismas heridas, cayó en el suelo donde los indios le acabaron de matar, con gran contento de gozar de la buena suerte en que consistía el buen efecto de su intento; y así con la muerte de este capitán fue luego ganada la fuerza, y toda ella destruida sin dejar hombre a vida, excepto cinco mujeres que allí había, con la muy cara Lucía de Miranda y algunos tres o cuatro muchachos, que por serlo no los mataron, y fueron presos y cautivos: y haciendo montón de todo el despojo, para repartirlo entre toda la gente de guerra, aunque esto más se hace para aventajar a los valientes y para que los caciques y principales escojan y tomen para sí lo que mejor les parece; lo que hecho, visto por Siripo la muerte de su hermano, y la dama que tan cara le costaba, no dejó de derramar muchas lágrimas, considerando el ardiente amor que le había tenido, y el que en su pecho iba sintiendo tener a esta española; y así de todos los despojos que aquí se ganaron, no quiso por su parte tomar otra cosa, que por su esclava a la que por otra parte era señora de los otros; la cual puesta en su poder, no podía disimular el sentimiento de su gran miseria con lágrimas de sus ojos; y aunque era bien tratada y servida de los criados de Siripo, no era eso parte para dejar de vivir con mucho desconsuelo, por verse poseída de un bárbaro: el cual viéndola tan afligida, un día por consolarla la habló con muestra de grande amor, y le dijo: de hoy en adelante, Lucía, no te tengas por mi esclava sino por mi querida mujer, y como tal, puedes ser señora de todo cuanto tengo, y hacer a tu voluntad de hoy para siempre; y junto con esto te doy lo más principal, que es el corazón: las cuales razones afligieron sumamente a la triste cautiva, y pocos días después se le acrecentó más el sentimiento con la ocasión que de nuevo se le ofreció, y fue, que en este tiempo trajeron los indios corredores preso ante Siripo a Sebastián Hurtado, el cual habiendo vuelto con los demás del bergantín al puesto de la fortaleza, saltando en tierra la vio asolada y destruida, con todos los cuerpos de los que allí se mataron, y no hallando entre ellos el de su querida mujer, y considerando el caso se resolvió a entrarse entre aquellos bárbaros, y quedarse cautivo con su mujer, estimando eso en más, y aun dar la vida, que vivir ausente de ella; y sin dar a nadie parte de su determinación se metió por aquella vega adentro, donde al otro día fue preso por los indios los cuales atadas las manos, lo presentaron a su cacique y principal de todos, el cual como le conoció, le mandó quitar de su presencia y ejecutarlo de muerte; la cual sentencia oída por su triste mujer, con innumerables lágrimas, rogó a su nuevo marido no se ejecutase, antes le suplicaba le otorgase la vida para que ambos se empleasen en su servicio, y como verdaderos esclavos, de que siempre estarían muy agradecidos; a lo que el Siripo condescendió por la grande instancia con que se lo pedía aquella, a quien él tanto deseaba agradar: pero con un precepto muy rigoroso, que fue, que so pena de su indignación y de costarles la vida, si por algún camino alcanzaba que se comunicaban, y que él daría a Hurtado otra mujer con quien viviese con mucho gusto y le sirviese; y junto con eso le haría él tan buen tratamiento como si fuera, no esclavo, sino verdadero vasallo y amigo; y los dos prometieron de cumplir lo que se les mandaba: y así se abstuvieron por algún tiempo sin dar ninguna nota.

Mas como quiera que el amor no se puede ocultar, ni guardar ley, olvidados de la que el bárbaro les puso, y perdido el temor, siempre que se les ofrecía ocasión no la perdían, teniendo siempre los ojos clavados el uno en el otro, como quienes tanto se amaban; y fue de manera que fueron notados de algunos de la casa, y en especial de un india, mujer que había sido muy estimada de Siripo, y repudiada por la española: la cual india movida de rabiosos celos, le dijo al Siripo con gran denuedo: «muy contento estás con tu nueva mujer, mas ella no lo está de ti, porque estima más al de su nación y antiguo marido, que a cuanto tienes y posees: por cierto, pago muy bien merecido, pues dejaste a la que por naturaleza y amor estabas obligado, y tomaste la extranjera y adúltera por mujer».

El Siripo se alteró oyendo estas razones, y sin duda ninguna ejecutara su saña, en los dos amantes, más lo dejó de hacer hasta certificarse de la verdad de lo que se le decía; y disimulando andaba de allí adelante con cuidado por ver si podía cogerlos juntos, o como dicen, con el hurto en las manos: al fin se le cumplió su deseo, y cogidos con infernal rabia, mandó hacer un gran fuego y quemar en él a la buena Lucía; y puesta en ejecución la sentencia, ella la aceptó con gran valor, sufriendo el incendio, donde acabó su vida como verdadera cristiana, pidiendo a Nuestro Señor hubiese misericordia y perdonase sus grandes pecados; y al instante el bárbaro cruel mandó asaetear a Sebastián Hurtado, y así lo entregó a muchos mancebos, los cuales, atado de pies y manos, lo amarraron a un algarrobo y fue flechado de aquella bárbara gente, hasta que acabó su vida arpado todo el cuerpo y puestos los ojos en el cielo, suplicaba a Nuestro Señor le perdonase sus pecados, de cuya misericordia, es de creer, están gozando de su santa gloria marido y mujer: todo lo cual sucedió en el año de 1532.
 
Argentina, por Ruy Díaz de Guzmán, Edición de Enrique de Gandía. Historia 16. Madrid, 1986. p. 122.

NOTA
Ruy Díaz de Guzmán, nació en Asunción, Paraguay, en 1558, y falleció en la misma ciudad en 1629. Fue hijo de un capitán español y de una de varias las hijas mestizas de Domingo Martínez de Irala. Tuvo una vida andariega y agitada. Desde muy joven participó en expediciones de exploración, conquista, y pacificación o derrota de sublevaciones indígenas. Ocupó altos cargos políticos y militares. Tuvo gran interés en colonizar y hacer más permanentes los pueblos ya creados, en los que vivían pequeños grupos de viejos conquistadores del trabajo de los indios en sus encomiendas.

Un enemigo político lo acusó de ser arrogante, obstinado, ambicioso, que trataba mal a los vecinos y soldados, y no admitía parecer ni consejo de nadie por creerse superior a todos. Como indica Gandía, “nadie lo acusó de falta de honradez ni de ningún delito. Era, sin duda, un hombre de mal carácter que no toleraba la ignorancia ni las vanidades de tantos incapaces”.

Se supone que desde su traslado de Asunción a Buenos Aires en 1599 por orden del gobernador, y después a Tucumán y a La Plata desempeñando también cargos públicos, Díaz de Guzmán debió recordar todo el mundo de su infancia, en el que escuchaba las hazañas de sus abuelos y de sus tíos, y así tuvo la idea, o el sentimiento, de recuperar la memoria de lo sucedido durante los ochenta y dos años transcurridos desde el inicio del descubrimiento, población y conquista de las provincias del Río de la Plata, del que nadie hasta ese momento había escrito.

En el prólogo del libro, Díaz de Guzmán cuenta que desde su decisión de asumir ese tarea, se puso a “inquirir los sucesos de más momentos que me fuera posible, tomando relación de algunos antiguos conquistadores y personas de crédito, con otras que yo fui testigo” (Gandía opina que también debió consultar documentos en Buenos Aires y Asunción, leer a los cronistas con obra publicada en su tiempo, pero no el aún desconocido libro de Schmidl en alemán. No especifica si llegó a sus manos, la historia en verso, La Argentina, de su amigo, el sacerdote Barco de Centenera, publicada en Lisboa en 1602).

Anales del descubrimiento, población y conquista de las Provincias del Río de la Plata, fue el titulo original del manuscrito del libro de Díaz de Guzmán. Después se lo conoció como La Argentina manuscrita, y recién en 1835 fue publicado por Pedro de Angelis utilizando una de las seis copias que pudo encontrar (a todas les faltan las mismas páginas, lo que demuestra que todas ellas provienen de un manuscrito original hoy perdido, siendo la copia de Asunción la mejor de ellas). Al final de los textos manuscritos, se hace referencia a un “libro siguiente”, que se ignora si se perdió o nunca llegó a escribirse.

A pesar de que el libro de Díaz de Guzmán reúne en sí una serie de cualidades, en su erudita edición de 1914, Paul Groussac calificó al autor como un historiador poco digno de ser tomado en cuenta, y consideró al libro plagado de errores; también supuso que el original debió ser corregido y enmendado por algún cura, y acusó al autor de alterar los hechos que dejaban en mala posición a sus parientes, a Cabeza de Vaca y Martínez de Irala en especial.

Las investigaciones históricas modificaron el duro juicio de Groussac y se consideró a Díaz de Guzmán como el fundador de la historiografía de Argentina, Paraguay y Uruguay, y, dejando de lado algunos errores de fechas, es una fuente histórica de primer orden para esos territorios, que es imposible dejar de consultar.

“Lucía Miranda” es una famosa historia que incluye Díaz de Guzmán en su libro. La crítica, en general, acepta la idea de que el drama fue una invención del historiador. No viajaron mujeres en la expedición de Caboto de 1526 y por lo tanto resultaba imposible que existiera Lucia Miranda. Para la literatura, opinan algunos comentaristas, no tiene la más mínima importancia la verdad o la ficción de la mujer de la que se enamoraron dos poderosos caciques.

Es un buen cuento y ha servido de punto de partida para la recreación de lo sucedido, incluso en el siglo XX. Gandía, como historiador, trata de salvar la “historia” y aumenta diez años a la fecha dada por Díaz de Guzmán, y recurre al viaje de Pedro de Mendoza en 1536, en el que sí viajaron mujeres. Su opinión se apoya en la idea de que “Díaz de Guzmán no era novelista ni cuentista. No tenía imaginación ni necesidad de crear semejante episodio. De algún lado debió salir ese argumento”.

En resumen, si se acepta que Díaz de Guzmán inventó el cuento, resulta, de hecho, el primer novelista o cuentista de Paraguay y Río de la Plata; si Gandía tiene razón, habrá que esperar el hallazgo de nuevos documentos sobre el viaje de Mendoza en 1536 y revisar si entre los viajeros se menciona a Lucia Miranda.

 

 

 

 

1 comentario:

  1. Muy buena selección, Fernando. Leeré los cuentos y tus notas con detenimiento. Un abrazo

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